7. Comórbido

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Ana Valenzuela pega muy fuerte. Gabriel no se mueve porque puede que ella no se detenga allí. Vio a Ana correr en gimnasia cuando aún no los dividían por género y sabe que no podría ganarle en una carrera, no importa cuánta adrenalina corra por sus venas.

Pero ella no hace nada. Está respirando fuerte y no le puede ver bien la cara en la oscuridad, sin embargo, puede imaginar su rostro enrojecido con ira, los dientes apretados y los hombros levantados. Un gato erizado, listo para arrancarle la tráquea. Gabriel retrocede un paso. La mejilla le late con calor. Duele, pero ha tenido peor.

—¿Me puedo ir ahora? —se atreve a decir. Las palabras salen torpes, erróneas. Eso no es lo que quiso decir, pero ya está en el aire y Ana está de nuevo cerrando la distancia entre ellos y tomándole la tela del hombro de su suéter, tironeándolo al frente.

—¿Por qué hiciste eso? —pregunta ella, demanda saber, y su voz se quiebra con algo que suena como ira—. ¿Por qué hiciste esto? ¿En qué estabas pensando?

—Fue un accidente —replica aire en un susurro repleto de aire. Mientras más lo ha repetido, menos cierto suena.

—¡Un accidente! —Gabriel se ensimisma—. ¡Romper un plato es un accidente! Esto —Y lo acompaña con una mano indicando el bosque que ya no existe, el césped negro, el olor a muerte— no lo es.

Sus uñas se están enterrando en su hombro.

—¿Me puedo ir ya? —pregunta de nuevo. No es que no la haya escuchado porque sus palabras aún se repiten en su cabeza, ahora con su propia voz, pero no hay nada más que pueda decir. Sabe cómo funcionan estas cosas. El agarre se ablanda, titubea y se aleja. Ana lo observa.

—¿No te sientes mal por lo que hiciste? —Y Gabriel quiere enojarse por esa pregunta. Sí. Se siente mal. Solo ver el bosque le da ganas de vomitar y debe esforzarse en no pensar en ello todo el día, ¿qué más quiere de él? ¿Qué diablos quieren todos que haga? Aunque acabe en la cárcel, el daño ya está hecho y no puede confiar en sí mismo. ¿Qué puede hacer?

—¿Puedo —murmura— irme?

Ana suspira. Está temblando. Puede ver su silueta tiritar.

—No. —Gabriel parpadea—. Aún están afuera de tu casa.

—Oh.

—Ven —dice, apartándose y empezando a caminar. Gabriel duda antes de seguir sus pasos—. Van a volver aquí, así que no deberías quedarte.

Lo dice con la misma distancia que una ejecutiva de ventas de un banco. Las sílabas salen de su boca, forman palabras, pero no significan nada. Gabriel la sigue, no sabe si por cansancio o miedo, y no cuestiona que inicien la travesía alrededor de la ciudad para no tener que entrar por la calle que da a su barrio.

Ojalá su mamá esté bien. Ojalá que el bombero del hospital esté vivo. Ojalá que ninguna de esas personas haga algo de lo que se puedan arrepentir. Siente su mechero en el bolsillo con cada uno de sus pasos y la tentación de prenderlo le hace picar los dedos y le seca la boca. No está nervioso, pero hay una angustia naciendo en su pecho mientras más se acerca a las luces del pueblo.

Tal vez es una trampa. Quizás Ana no quiere ayudarlo (¿por qué haría eso, en primer lugar?) y él está a dos minutos de morir. La idea lo hace querer tomar el encendedor y quemar hojas, concentrarse en el movimiento del fuego por unos minutos. O sea que lo haces cuando estás asustado, dijo la psicóloga. Las cosas están perdiendo su forma.

Entonces, Gabriel, ¿qué tan seguido tienes miedo?

Tan a menudo que es difícil el decir si aún recuerda qué se siente el no tener nudos en el corazón.

—¿No me crees que fue un accidente? —pregunta, trémulo. Ana no deja de caminar entre matorrales. No responde.

Es justo no creerle. Gabriel tampoco se creería. Su mamá tampoco debe creerle. Ya tiene un historial de destrucción intencionada. Quizás sí fue a propósito y simplemente decidió recordarlo diferente (evita esos pensamientos decía la psicóloga. Empeoran tu condición).

Pero él recuerda sus manos con gasolina, los carros bomba, todo él muy cerca del suelo, el cabello mojado. Dime que fue sin querer dijo su mamá mientras su casa ardía y Gabriel la miró a los ojos y dijo, pues, no. No lo fue.

Su mamá le pegó tan fuerte en la cara que todos los bomberos se giraron a ver qué había sido ese ruido. El rostro le quedó inflamado por días. Lo tomó de los hombros y empezó a gritar algo, pero Gabriel no lograba registrar las palabras. El ruido entraba en su cerebro y no formaba nada. Lo sacudió, lo golpeó de nuevo, le gritó un poco más. Un bombero la apartó de él. Unas vecinas lo rodearon.

Gabriel sintió las ganas alienígenas de llorar. Preguntó si su papá estaba vivo. Una vecina con cabello teñido de amarillo sonrió y le dijo sí, mi amor, no le pasó nada y él miró cada arruga en esa cara frente a él, sedienta por ofrecerle compasión. Nunca ha vuelto a ver nada así de feo.

—Ya no importa si lo hiciste queriendo hacerlo —dice Ana eventualmente.

—¿Pero me crees? —susurra. Está insistiendo mucho. Debería callarse. Ana no dice nada—. ¿Qué vas a hacer, entonces?

Lo único que consigue es silencio.

Cómo (no) morir después de quemar un bosqueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora