20. La teoría de la relatividad de la mentira

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—¿Gabriel? ¿Estás escuchando?

Lo está. Ha oído cada palabra que le han dicho durante la última media hora, desde la primera letra hasta los puntos finales. Técnica sobre como enfocarse en el presente y no pensar en el calor. Tiene el lápiz del conejo de hule entre sus dedos y lo mira cada vez que sus cuencas explotan cuando sus dedos se hunden en el material. Pero está escuchando.

—Repite lo que acabo de decirte.

Gabriel se humedece los labios. La psicóloga lo trata diferente desde que las piezas de la realidad acabaron de acomodarse, pero no sabe si debería decirlo o a quién. A ella, probablemente, pero solo se volverá otro punto de discusión para calar su psiquis. Es mejor no mencionarle esos temas a su mamá. Le mira las rodillas a la mujer porque no quiere verla a los ojos, pero sería muy maleducado desentenderse por completo de su presencia.

—Sí la escuché —susurra. Toma aire y se fuerza a alzar la mirada al rostro de la mujer. Es joven. Lo está mirando con la misma cara que ponen los maestros cuando le hacen preguntas en clase y él responde no sé cuando en realidad sí sabe, es solo que no quiere hablar. Como si estuviera haciéndose el difícil solo para arruinarles el día.

—¿Qué dije, entonces?

—Que debo hacer ejercicio porque ayuda con... las cosas.

—¿Te mencionó algo así el psiquiatra?

—Creo.

—¿Crees?

Quiere irse. No recuerda en qué momento esas visitas a la psicóloga se volvieron así de incómodas porque todo lo que antes recordaba eran consejos, a veces inútiles, pero satisfactorios, y sus pensamientos confusos ordenados y desprendidos para que él los pudiera leer. Ahora se siente como un animal extraño y que nadie entiende siendo observado dentro de su jaula y pinchado con agujas.

La psicóloga suspira. Junta las manos en su regazo.

—¿Cómo están las cosas con tu papá? ¿Le has dicho que quiero hablar con él?

—Dijo que no quiere venir.

—¿Por qué no? —dice ella como si la idea fuera ridícula. Es el mismo tono que su papá usó para responder dile que estoy muy ocupado cuando él le mencionó la petición—. Si tiene problemas con el horario, podemos conversarlo.

—Dijo que está muy ocupado.

—¿Disculpa? No te escuché, Gabriel.

Mira la hora en su teléfono. Quedan quince minutos de sesión.

—Dijo —repite sin levantar la voz en absoluto— que está muy ocupado.

Y la psicóloga lo vuelve a mirar como si él estuviera siendo complicado a propósito. Quizás lo está siendo. Gabriel no sabe. No tiene idea de qué se supone que debería estar respondiendo o haciendo.

—Dijiste que tenías que presentar frente a tu clase esta semana. ¿Es el viernes?

—Sí.

—¿Cómo te sientes para eso?

Gabriel ya tiene planeado faltar a clases ese día. Saldrá en la mañana después de desayunar y darle su beso de despedida a su mamá, caminará la mitad del recorrido a clases y después se desviará hacia el centro. Se quitará el suéter y la corbata y se quedará en camiseta por el resto del día, en el parque, esperando hasta que sea una hora razonable para volver a casa. Verá televisión. Probablemente dormirá. Cuando su madre regrese del trabajo, Gabriel dirá que le fue fantástico y ella no le creerá ni una sola palabra.

Cómo (no) morir después de quemar un bosqueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora