48. Tal vez, en realidad, no sé

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Está lloviendo. Es una lluvia ligera, pero el aire que corre está caliente, y ni las sombras ni el diluvio evitan que el sudor se le acumule en la nuca. Debería cortarse el cabello, piensa lánguido. Pronto le empezará a estorbar para ver.

Gabriel tiene los ojos del conejo del lápiz clavado en él y todas las luces de los detectores de humo parpadeándole desde la cocina. Le pega a la mesa con la punta, dos veces, y lee no debí haberte gritado, pero. La última palabra es lo único que ha agregado desde que se sentó aquí hace dos horas. Se acaba de tomar su pastilla, ahora en lugar de en la mañana, y lo tiene sedado y soñoliento de una manera que lo hace divagar.

Ana le dijo que se vieran más tarde, después de que él vaya a cumplir en el asilo. Él está aquí, mientras. Parpadea lento.

Pero no me arrepiento.

Piensa en borrarlo. Lo deja, aun si debe levantarse de la silla y dar vueltas circulares alrededor de la cocina para que las manos le dejen de temblar. Se muerde las uñas. Necesita un encendedor, pero aquí no hay ninguno, es casi como si los hubieran hecho desaparecer en todo el pueblo. Escucha a Kovacs ladrarle a los pájaros que se posan en el árbol del vecino y eso es suficiente para que Gabriel vuelva a sentarse.

Desde ayer, cuando habló en el teléfono con Ana, no puede sacudirse una inmundicia interna, como si estuviera en un escenario, viendo a un público infinito reírse a carcajadas de él. ¿Por qué dijo esas cosas? Debió haberse quedado callado: todos estaban equivocados. No lo hizo sentir mejor. Ahora solo se siente asqueroso y poca cosa. Se abrió el cráneo para darle una cucharada de su cerebro hecho sopa a Ana, solo para que a ella no le quepan dudas de cuánta lástima de verdad debería tenerle.

Se sentía seguro decirle a ella, al menos. Aceptar que nada está tan bien como debería estar, como el guion exige que esté. Solo está en una plenitud pausada, en la que jamás ocurre nada, y Gabriel se impacienta, se muerde la lengua hasta hacerse agujeros, se mastica las uñas y tiene sueños despiertos en los que toda esta casa se viene abajo. Algo ocurre para acabar la monotonía.

Después se calma. Siempre es muy breve. Va al asilo de ancianos y limpia. Ayuda a su mamá con los quehaceres. Sonríe y dice que todo está bien, tuvo un día tranquilo, no se ha sentido mal. Tal vez, si convence a todos más allá de las dudas, lo sacarán de este arresto domiciliario y lo dejarán unirse a los vivos de nuevo.

Gabriel sabe que esto es iluso y paranoico. No hace que deje de pensarlo cuando no halla qué hacer con su tiempo.

No es como que tú estés arrepentido, tampoco. Así que estamos empatados.

Titubea. Lo deja, igual. Está bien que no le debe mostrar la carta a su papá, piensa, porque probablemente se reiría de su caligrafía y de sus faltas ortográficas. No leería nada más. Solo diría Gabi, ahí debería ir una S, no una C y todo el resto se ahogaría en cómo Gabriel jamás presta atención en clases. Las pastillas lo traen estúpido. ¿Qué dijo cuando estuvo aquí el otro día, con Ana? Que Gabriel jamás volvería a la escuela, si dependía de él. Debió haber respondido algo, si acaso solo para no dejar que Ana pensara eso, pero el terror inicial al verlo jamás logró disolverse. Solo pensó, al verlo allí, que no podrían lograr que se fuera y todas esas sombras cobrarían vida y Gabriel de verdad ya no tendría donde esconderse.

Debes dejar de esconderte, piensa para sí mismo. Debe. Pero es lo único para lo que es bueno. Nadie podría vencerlo al jugar a las escondidas. Gabriel podría elegir desaparecer algún día y nadie, nunca, podría volver a pillarlo. Nadie lo encontró en el bosque. Ana solo lo pilló porque Gabriel se lo permitió.

Cada vez que piensa en ella, se le seca la lengua. Cuando la vea, fingirá que no dijo nada y esperará que ella haga lo mismo. Si ella lo menciona, le dirá que es mejor que no hablen de eso. Gabriel no tiene planes de contingencia para la posibilidad de que Ana no obedezca esta última petición, lo que es muy probable porque nadie a su alrededor nunca hace las cosas que él necesita que hagan para hacerle la vida más sencilla. Qué egoísta, Gabriel. Parpadea rápido. Sus pensamientos pesan, queman.

Cómo (no) morir después de quemar un bosqueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora