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Sentada en esa incómoda silla, acorralada entre tu hermano y tu padre, dando vueltas a la ensalada de veinte mil wons que habías decidido (sin ganas) pedir, de repente, te sentiste ridícula.

Además, había que tomar en consideración que te habías puesto un conjunto la hostia de caro que tu madre te compró (cuando todavía te compraba cosas) y un bolso a juego con el marrón de tus zapatitos de niña buena.

Sin tacón, sin plataforma, sin decoración, sin gracia.

A pesar de que ese almuerzo te recordaba a aquellos que antes hacías a todas horas en el club de campo con tus padres, por algún motivo, no te gustaba en absoluto.

El ambiente en el restaurante no estaba mal: música suave, conversaciones triviales, risas recatadas. Nunca habíais ido a ese sitio, pero, en general, el aspecto era como otro de los tantos que habías pisado con tu familia. Camareros y maitres uniformados de manera impecable, mesas y sillas de diseño, caros manteles; luz natural (muy importante para las mujeres de mediana edad, por algún motivo...), ventanales inmensos con vista a unos jardines y una fuente.

Ya tenías muy visto esa clase de sitios, pero nunca habían despertado tanta indiferencia en ti; cosa rara, ya que echabas de menos con toda tu alma poder ir a restaurantes de ese tipo, aunque ese día no estabas muy por la labor de disfrutar de lujos.

—El otro día me hicieron salir treinta veces para felicitarme, lo juro —continuó tu hermano, siguiendo con la misma batallita con la que llevaba veinte minutos enteros—. Los clientes están encantados conmigo, hasta la jefa me ha felicitado; me quieren dar un plus por Navidad y todo... Que ya les digo que no hace falta, pero bueno, no me voy a quejar si quieren engordar un poco más mi nómina.

—Eso es genial, cariño —murmuró tu madre, llevándose la copa de champán a la boca.

—Ya... ¿Quién me iba a decir que iba a tener tanto éxito? Pero bueno, supongo que cuando tienes talento innato, la gente sabe reconocerlo.

Voy a vomitar.

—¿Y tú, Innie? ¿Qué tal te va todo? —preguntó tu padre de improvisto, cortando la cascada de halagos con la que tu hermano se auto rociaba.

—Normal —mascullaste, sin parar de darle vueltas al revuelto de hojas verdes que componían tu ensalada.

No prestabas atención a nada que no fuera el bol blanco en el que te habían servido la comida, pero solo por la postura ligeramente inclinada de tu padre (al que veías por el rabillo del ojo), supiste que ese "normal" te iba a salir caro.

Tu padre era psicólogo, y esa puta profesión te había traído dolores de cabeza desde antes de que aprendieses a caminar. Siempre que te pasaba algo, tu padre lo cazaba al vuelo; esa vez no iba a ser diferente. Viste como sus manos se cruzaban sobre el mantel blanco y resoplaste en voz baja, maldiciéndote por no haber sabido fingir mejor.

—¿A qué te refieres con normal, Innie? —indagó tu padre.

—Pues eso: normal, sin más —murmuraste.

—Normal puede significar muchas cosas —intervino tu madre—, ¿por qué no especificas un poco?

Notaste las miradas de tus progenitores clavadas como dagas en tu frente (que era lo único más o menos visible de tu cara, ya que casi la hundías en el bol de ensalada). Tu hermano se unió también a la tarea de observarte como si fueras un mono escribiendo una novela, y tu incomodidad entró en erupción como un volcán.

Sabías que tu escueta contestación iba a traerte problemas; sabías que, después de que tu hermano hablase de su trabajo y de la universidad como si fuera un Hércules de la vida moderna, todos esperarían que tú dijeses que todo en tu vida iba mil veces mejor.

Erase meDonde viven las historias. Descúbrelo ahora