CAPÍTULO 40

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Cuando salí del portal, me arropaba una extraña paz, como el abrazo de una madre. Y me susurraba que no debía temer la larga noche, que todo saldría bien.

En lo alto de la Cima del Relámpago, ya esclarecía el nuevo amanecer. El sol se asomaba con cautela por encima de las montañas, y los rayos dorados inundaban valles enteros, extensas llanuras y escarpadas cordilleras con su esplendor. Creo que jamás aprecié la belleza del sol como aquella fría mañana.

Sabía que estaban allí. Al girar sobre mí mismo, criaturas de todo tipo me devolvieron la mirada. Estaban los Fórion, así como las aberraciones que surcaron el cielo de Fávex, los Didrak que conocí nada más llegar a Ra'zhot, y un sinfín de monstruos y monstruosidades que me contemplaban expectantes. Pero todo resultaba fútil y perecedero a su lado. Porque ante mí se alzaba el gigantesco árbol de la Vida.

Una energía celestial fluía y se arremolinaba en su interior, desde las gruesas raíces y a lo largo de un inabarcable tronco. Pero no reinaba sola. La energía celestial se entremezclaba y palpitaba en sincronía con otra igual de imponente y transcendental. El Árbol de la Vida resplandecía poseído por la magia de las dos lunas, la celeste Anciana y la temible Roja. Sus ramas se extendían como si fueran responsables de sostener el cielo. Era un titán imbatible e inamovible. Y la flamante energía de las lunas brillaba cegadora en su interior.

El poder que desprendía me asfixiaba. Sentía el cuerpo pesado y entumecido. Y pensamientos intrusos ahondaban en mi mente, tratando de enloquecerme. Pero el familiar dolor de Fálasar acudió a mí, me escondí en su aura y en su ira, en su determinación, y avancé hacia la Semilla de la Vida, entre cientos de monstruos acechantes, con el cuerpo de mi mejor amigo en brazos.

El frío calaba en mis huesos, el dolor refulgía en todo mi cuerpo, y la naturaleza luchaba por apagar mi luz. Pero estaba junto a Peter. Y estaba decidido. Salvaría a los amigos que dejé atrás. Y a muchos más. Por eso, cuando llegué al pie del Árbol de la Vida, lo hice con una sonrisa de alivio.

—He venido a por ti, Fálasar, después de mil años.

Cualquiera que viese lo mismo que yo vi se apiadaría de Fálasar.

Su cuerpo era una figura apenas distinguible, engullido por la corteza de la Semilla. Permanecía dormido, enterrado en el tronco del Árbol de la Vida, como un mártir en la cruz. No había sangre, ni carne, ni huesos que maldecir. La energía de las lunas y la Semilla se había apoderado de él por completo, no era más que la sombra de un hombre, un recuerdo desvanecido, destruido y reconstruido por la Vida.

La magia le daba forma y recorría su cuerpo entero, apenas el rostro conservaba algunos trazos humanos. Esquelético, hendido, descompuesto. Y unas cuencas vacías por ojos, que refulgían en el rojo de la Luna de Sangre. Era un demonio, el salvador y el villano de la humanidad, un hombre maldito.

No pude evitar compadecerme él. Aquella escena parecía sacada de la clase de pesadillas que atormentarían al diablo. Pero no había infierno alguno a nuestro alrededor. Tan solo el mundo en el que nacimos.

—Fálasar —pronuncié, con los ojos rojos y refulgentes, presa del mismo dolor que le atormentaba. Tan solo el aura de Fálasar me protegía del efecto de la Semilla.

—Érafel... —la voz sonó atronadora en mi cabeza, Fálasar no había pronunciado palabra alguna con sus labios, y los ojos del hombre maldito brillaron con mayor intensidad—. No... Brian...

Con cuidado, deposité el cuerpo de mi amigo en el suelo, y me planté de nuevo ante Fálasar y la Semilla de la Vida.

—Sí, eso es. Soy Brian. Intenta recordar. Sabes por qué estoy aquí, ¿no es así?

Las Crónicas Del Fénix II: La Ascensión De FálasarWhere stories live. Discover now