Capítulo 1

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ZELDA

Paz.

Por primera vez en cien años, me sentía en paz.

Me maravillé ante todo lo que me rodeaba; el azul del cielo, el blanco impoluto de las nubes, los campos verdes que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. La hierba me hacía cosquillas en los tobillos y en los dedos de los pies. Podía oír; oía a las hojas de los árboles agitarse con el viento, oía a los pájaros cantar. Incluso oía el suave murmullo de un río cercano.

Lo mejor era la brisa. La dulce y gentil brisa que me envolvía con sus brazos invisibles y me confirmaba que aquello era real, que era libre.

Y él. Él estaba allí, frente a mí. Llevaba la misma túnica que yo había cosido con mis propias manos cien años atrás. Lo miraba, y él también me miraba a mí, pero ninguno de los dos se atrevía a hacer un simple movimiento.

Me observaba con una expresión extraña. Era una mezcla de incredulidad, admiración y... alegría. La última vez que lo había tenido tan cerca, estaba muerto. Había dejado de respirar. Y ahora... ahora...

—Dime —empecé. Las manos me temblaban y el corazón me latía muy deprisa—, ¿te acuerdas de mí?

Luego guardé silencio. Lo había dicho. Había formulado la pregunta que llevaba un siglo atormentándome.

Era incapaz de leer su rostro. Tuve miedo de pronto. Tuve miedo al pensar que quizá no me recordara. Que quizá estuviera mirando a una niña agotada, vestida con harapos, y no supiese quién era.

Y fue entonces cuando una sonrisa se dibujó en su rostro. Dio un paso en mi dirección.

—Nunca podría olvidarte —respondió por fin.

De repente me sentía ligera como el viento. Invertí las pocas energías que me quedaban en echar a correr hacia él. Reí como una niña cuando Link me atrapó en el aire y me hizo girar.

—Te he echado tanto de menos... —susurré entre lágrimas después de que él me hubiera dejado de nuevo en el suelo. Lo abracé con toda la fuerza que fui capaz de reunir. Temía que aquello fuera un sueño. Que él todavía estuviese encerrado en ese santuario, muerto, y que yo continuara conteniendo a ese horrible monstruo.

—Y yo a ti —susurró de vuelta, acogiéndome entre sus brazos, haciéndome saber que era real. Que lo habíamos hecho. Que todo había terminado.

Cuánto había anhelado percibir su calidez otra vez... Mientras estuviera a su lado, estaba segura. A salvo. En casa.

Escondí mi rostro en su pecho, deseosa de escuchar su corazón. No pude evitar sonreír al darme cuenta de lo desenfrenados que eran sus latidos. Estaba convencida de que el mío iba igual de rápido.

Estaba cansada. Exenta de energías. Si no fuera porque Link se aferraba a mí con fuerza, mis piernas habrían cedido bajo mi peso.

Cerré los ojos e inspiré su aroma.

Olía a bosque. Olía a los altos pinos de Tabanta, a las cimas nevadas de Hebra. Olía a la brisa salada que traía consigo el mar de Necluda. Olía a las hojas anaranjadas que abundaban los árboles de Akkala.

Link olía a Hyrule.

—Se acabó —lo escuché sollozar contra mi hombro—. Oh, Diosas, no puedo creer que tú..., que yo..., que nosotros...

Me separé de él lo suficiente para poder mirarlo a los ojos. Eran azules, tan azules y brillantes como los recordaba.

—Estás llorando —musitó.

—Tú también —repliqué con una sonrisa. Lo observé con una pizca de diversión—. ¿Por qué lloras, Héroe de Hyrule?

Él también sonrió. Sorbió por la nariz y se pasó una mano por el pelo. Los mechones le caían libres alrededor del rostro.

—Porque eres real —respondió con un hilo de voz—. Porque no eres solo una voz que suena en mi cabeza. —Alzó una mano despacio. Y, con cuidado, como si pensara que si era demasiado brusco me haría daño, la dejó sobre una de mis mejillas. Me estremecí ante aquel tímido roce—. Porque estás aquí.

Se me escapó un sollozo.

Era Link. Mi Link. El mismo que había conocido hacía cien años. No se había ido. Estaba allí, a mi lado.

Abrí la boca para contestar. Y fue entonces cuando me percaté de los rastros de sangre que eran visibles en su rostro.

Mi sonrisa desapareció. El cansancio me golpeó de nuevo, y el mundo comenzó a dar vueltas.

—Link —murmuré—, estás sangrando.

—Ah, sí —gruñó él. Su mirada viajó hasta detenerse en su brazo izquierdo. Una mancha rojiza empapaba la tela de su túnica en aquella zona—. No es nada. Son solo rasguños.

—Eso dijiste hace cien años... —Los recuerdos regresaron a mi memoria, atacándome sin piedad.

—¿Zelda?

Su voz sonaba lejana.

—Yo... no... no puedo...

Mis rodillas cedieron, incapaces de sostenerme. Me preparé para recibir un duro golpe contra el suelo. Y, no obstante, antes de que llegara el dolor, sentí como sus brazos me rodeaban y frenaban la caída.

—Diosas —susurró. Estaba cerca de mi oído. Muy cerca—, ¿estás bien?

—Tengo... tengo frío —fue mi única respuesta.

Él masculló algo para sí mismo. Escuché un silbido, seguido de los cascos de un caballo. Luego percibí que Link me alzaba en volandas. Me sentó de lado sobre el animal y, entre las brumas que empañaban mi visión, lo vi montar a horcajadas detrás de mí. Rodeó mi cintura con sus manos, protegiéndome de caer al suelo al tiempo que sostenía las riendas de su montura.

Cerré los ojos y permití que mi cabeza se apoyara en su pecho. Me relajé en sus brazos, porque aquel era el lugar más seguro del mundo. Él me cubrió con algo cálido, algo que también olía a Hyrule.

—¿A... a dónde vamos? —pregunté con un hilo de voz cuando Link espoleó al caballo. El animal se puso en marcha al instante.

—A Kakariko —respondió—. Allí cuidarán de ti. Te pondrás bien, te lo prometo.

Quise contestar. Quise agradecérselo. Quise, simplemente, decirle una cosa más.

Pero la oscuridad se tragó todas mis palabras.

CicatricesWhere stories live. Discover now