Capítulo 25

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Miré a mi alrededor, pero no había nadie. Nada se oía ya. Ni siquiera sabía lo que estaba buscando.

Zelda. Miré a mi alrededor una vez más. ¿Se la habían llevado? No podía verla, porque la lluvia lo hacía todo más difícil. ¿Estaba imaginándome cosas? Tal vez había visto un tipo de flor poco común entre los arbustos y había desmontado del caballo para examinarlo de cerca. No habría podido oírla por encima del ruido de la lluvia. Recé por que fuera eso. Por que solo fuera eso. Nunca le había pedido mucho a las Diosas, pero si podían concederme eso, sería más que suficiente.

Sin embargo, en el fondo tenía la sensación de que algo no iba bien. La Espada Maestra estaba en mi mano. No sabía cuándo la había desenvainado. ¿Llevaba allí todo el tiempo? Aunque, pensándolo mejor, tampoco sabía cuánto tiempo llevaba allí de pie, esperando a que Zelda apareciera de un momento a otro. Sentí como el espíritu se removía y me susurraba. Pero no conseguía entenderlo pese a lo mucho que me esforzaba.

—¿Zelda?

Por un breve instante, solo se oyó el rugido de la lluvia al caer. Era casi ensordecedor. Y de pronto escuché algo más. Apenas audible, y ni siquiera había sido una palabra. Pero no provenía de muy lejos.

Vi a Calabaza a unos pasos de mí. Había intentado huir, asustada. Podría haber intentado calmarla, pero no habría sido capaz. ¿Cómo demonios iba a calmar a un caballo asustado cuando yo mismo temblaba de terror?

Avancé en esa dirección, y de pronto la vi. Por un instante sentí alivio, pero entonces vi algo más. Sangre. Su sangre. La Espada Maestra quedó olvidada entre los matorrales, pese a que una voz me gritaba que eso estaba mal. Terriblemente mal.

Y me arrodillé junto a ella, y me dijo algo, pero no pude oírla. Intentó sentarse. La detuve mientras intentaba descifrar de dónde venía toda aquella sangre. Cuando lo vi, algo se me heló por dentro. Había una flecha clavada en su pierna. Una flecha de verdad. Como las que ella solía usar para matar conejos.

La miré a los ojos vidriosos. Estaba pálida y empapada. Temblaba con violencia. Miré a nuestro alrededor, y esa vez sí tenía una ligera idea de qué era a lo que nos estábamos enfrentando. Y algo me dijo que teníamos que irnos de allí. Lejos, muy lejos.

Recogí la Espada Maestra y llevé a Zelda en brazos hasta Viento. Él era más rápido que Calabaza, y podría resistir más tiempo al galope. La dejé sobre la silla y yo monté detrás. Alcanzaba a oír sus gemidos de dolor, así que la rodeé con fuerza para que no se cayera del caballo, como si así fuera a dejar de sentir dolor. Clavé los pies en los estribos con más brusquedad de la necesaria. Viento salió al galope al instante.

Silbé para que Calabaza nos siguiera. Esperaba que pudiera seguirnos. Odiaría dejarla atrás, pero era peligroso. Peligroso para Zelda. No sabía si estaba siguiéndonos, porque a través de la lluvia apenas podía ver nada, y solo alcanzaba a oír los cascos de Viento, los quejidos de Zelda y los latidos de mi propio corazón.

No sabía a dónde íbamos. Tenía que mantener a Zelda segura y sujetar las riendas de Viento, así que no podía sacar la piedra sheikah. Era peligroso correr por un bosque a caballo, pero ser atravesado por una flecha era más peligroso aún.

No sabía cuánto tiempo llevábamos cabalgando cuando vislumbré una cueva en lo que parecía el final del bosque. Pero no podía ser el final. Farone era muy grande para recorrerlo en tan poco tiempo. Tardaría días enteros, y no podía haber pasado tanto tiempo. Sin embargo, allí estaba. Junto a un lago. Más que suficiente.

Desmonté de un salto y llevé a Zelda hasta el interior. Ni siquiera me detuve a encender una hoguera o a comprobar que estuviéramos fuera de peligro. Dejé a Zelda en el suelo y me arrodillé a su lado. Saqué la daga que nos habían dado los goron y corté la tela ensangrentada de su pantalón con dedos torpes. Saqué vendas de la bolsa de viaje, y también agua. Agua de las fuentes sagradas que, según ella, tenía poderes curativos. La había traído del Monte Lanayru.

CicatricesWhere stories live. Discover now