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  Una joven temblaba en el fondo de su celda, sus manos estaban inmovilizadas con pesadas manoplas de metal, su cuerpo yacía rodeado de gruesas cadenas. Estaba recostada en un camastro, viejo y enmohecido, mientras intentaba librarse de sus ligaduras sin ningún progreso.

Su captor le había robado la vista, se había quedado ciega e inmóvil a merced del enemigo.

Recordó lo que su sabio maestro repetía con cierta melancolía: "Somos brujos, estábamos malditos incluso antes de venir al mundo".

El mundo se dividía en reinos muy diferentes, hadas y cambia formas tenían su propia realidad, así como los demonios, vampiros, humanos, etc. tenían cada uno el suyo, y después estaba un reino de Eden donde todas las razas convivían bajo una sola corona. En este reino extraño el trono no se heredaba, se ganaba en duelos por la corona, en ese reino extraño y convulso se les permitía vivir, en una comunidad apartada y maltratada, pero por lo menos no eran perseguidos.

No había muchos brujos en el mundo, habían sido considerados engendros, y a ello contribuía su aspecto físico tan diferenciador, pelo claro y ojos violetas. Los brujos solían heredar alguna de las características de sus padres y no era extraño que cubrieran su piel con complicados hechizos. Aspecto que los hacía blancos fáciles para todo aquel que quisiera aprovecharse de sus singularidades.

La joven bruja apenas recordaba las características que hacían única... recordaba la última imagen feliz que captaron sus añorados ojos, su largo pelo blanco, sus ojos iridiscentes y violetas. Recordó todos los hechizos que podría haber utilizado de tener las manos libres.

Y, simplemente, recordó.

Recordó a sus padres. Su padre, con su espalda ancha y la larga melena negra, sus cálidos ojos rojos, sus cuernos delgados y retorcidos y su perilla larga y bien peinada. Recordó a su madre riéndose del aspecto de chivo que tenía su padre por las mañanas, a si misma sentada sobre sus hombros mientras paseaban, le encantaba agarrarse a los cuernos de su padre y éste fingía que era una motocicleta. De repente tenía ganas de reírse, aunque la amargura de sus cadenas la arrastrara de nuevo a su prisión.

Recordó la sonrisa dulce de su madre, esas orejitas puntiagudas y alargadas que tanta gracia le hacían de pequeña, al igual que aquellas hermosas alas de libélula, aquella melena de plata tan larga y hermosa que había heredado. Se parecía mucho a su madre... ¿o era a su padre? ¿A quién se parecía? ¿Cuál era su aspecto en ese momento? ¿Cómo era su celda? ¿Cuándo volvería su captor? Ya le había robado la vista, le había impedido recurrir a su magia ¿Qué sería lo próximo?

Silencio.

Se estaba acostumbrando al frio silencio, oía los latidos de su corazón acompañando sus pensamientos, por el momento los pensamientos eran agradables, no lo estaba llevando tan mal. ¿Cuánto llevaba encerrada? ¿Dónde estaba? ¿Alguien iría a rescatarla? De ser así ¿Tardarían mucho?

Su captor no había vuelto, su cuerpo estaba entumecido, sentía la suciedad acumulada sobre su piel, le dolía el cuerpo, notaba el estómago vacío. Sospechaba que habían pasado días, tal vez una semana, quien sabe...

Silencio.

Ya no soportaba el maldito silencio. Intentó gritar, quería llamar a alguien, fuese quien fuese. Necesitaba hablar con alguien. El aire se negaba a salir de sus pulmones, la garganta le ardía y estaba totalmente seca. Tosía con desesperación, le faltaba el aire, con cada bocanada se asustaba un poco más ¿Tanto tiempo llevaba sin hablar?

Cuando por fin recobró la compostura gritó, con cada grito su voz tomaba más firmeza. Chilló y chilló. Quien fuese, daba igual si era su captor, daba igual, que alguien contestase era lo único que quería.

Solo quería salir de allí, quería recuperar sus ojos y volver a su casa, así que gritó.

Gritó hasta que se quedó sin voz.

Se imaginó a sí misma en aquel camastro rodeada de cadenas, en una cueva oscura y húmeda.

Y volvió el dolor.

Volvió la soledad.

Volvió aquel maldito y sepulcral silencio.

No sabía cuánto estuvo así, le fallaban las fuerzas, no era capaz de mantenerse consciente. Unas manos frías la cogieron de los hombros y la zarandearon con fuerza, una voz grave y muy lejana repetía algo con cierta urgencia, pero estaba demasiado agotada. Por fin se acababa el silencio y ella no podía apreciarlo.

Las cadenas se desprendían con pesadez de su cuerpo mientras su consciencia se iba apagando. 

CadenasOpowieści tętniące życiem. Odkryj je teraz