Prólogo

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Midas se encontraba esposado en el calabozo de su propio castillo, su respiración era agitada a causa de las recientes torturas, tenía los ojos hinchados, su ropa, que alguna vez fue blanca, ahora se encontraban amarillentas con tonos rojos; no sabía si esa sangre era suya o de los soldados que lo acompañaban. No recordaba mucho tal vez por el golpe de su cabeza que sintió al momento de caer al suelo con el cuerpo adormecido sin poder moverse, antes de cerrar los ojos vio como una carabana de hombres enmascarado capturaba a su gente. Sintió una ola de ira y tristeza al saber que nada podía hacer para salvarlos.

Se recostó sobre su lado izquierdo y soltó un gemido de dolor, seguramente tenía algo roto, aún sentía los estragos del último baño de limesia que le habían dado.

Soltó un sollozo al recordar las palabras que le dijo su padre antes de morir, le dolía el corazón el saber que no importaba lo que hiciera siempre terminaba desepcionando a las personas que más quería, acumulando promesas vacías.
Le dolían las muñecas y los brazos por tenerlos tanto tiempo en la misma posición, miró el techo para evitar que  el sudor de su frente le pícara los ojos.

—Padre, te he fallado, perdoname.

Unos golpes en la puerta lo alertaron, intento enderezarse nunca se inclinaría ante él.

—¡Por los altos guardianes y la madre Agea! ¿Qué traes puesto Midas? Esas ropas no son dignas de un rey. - Dijo esa voz burlona.

—No tienes derecho de mencionar con tu sucia boca a los guardianes, ni a la madre Agea ¡Blasfemas!.

Un golpe en su sien derecha lo mandó a la otra punta del calabozo, uno de los verdugos lo golpeó con una bara de plata.

—Pero qué mal educado eres Midas, ¿tu padre no te enseñó a respetar a tus mayores?.- dijo acercando su rostro tomándolo por las mejillas. —¿No? Bueno no te preocupes aquí te educaremos, serás como otro, tanto que nadie va a reconocerte.

—Disfruta de tu pequeña victoria, pronto tus aliados serán derrocados y sometidos al más cruel de los castigos.-Midas alzó su la vista para verlo y dedicarle una sonrisa confiada.— Los guardianes no te lo permitirán.

—¿Tu crees? ¡Ah mi buen Midas! Me sorprende que a estas alturas sigas siendo tan ingenuo.-  Se acercó a Midas para tomarlo de sus cabellos con fuerza. —Deberías aprender a no subestimar a tu enemigo ¿Qué acaso no te lo dijeron en tus clases de guerra y estrategia? Claro que sí ¡yo mismo di esa clase! Solo que eras tan idiota como para prestar atención.- Soltó sus cabellos haciendo rebotar su cabeza con la pared.

Heremías se dio la vuelta y camino hacia la puerta con pasos serenos, a mitad del cuarto volteó para ver a Midas, se deleitó con la imagen que le regaló ese supuesto rey: humillado, derrotado, casi moribundo. No lo dejaría morir, aún no, siempre quizo un lindo juguete para satisfacer sus caprichos más despreciables.

Llevó su mano al interior de su capa para sacar los amuletos que escondía.

—Por los guardianes no debes preocuparte, no pueden atacar a su propio maestro, quién además le han jurado lealtad y absoluta obediencia.

Sonrió con suficiencia mientras Midas miraba horrorizado aquellos amuletos.

Salió del calabozo sintiéndose satisfecho por el rumbo que estaba tomando su reinado, aún quedaba mucho por hacer, pero pronto sería el único heredero al trono y todos lo respetarán, sería el rey más tenido que Numm jamás haya tenido.

Así tuviera que matar a su propia sangre.

Agea: Los Guardianes y el reino de Numm. Libro 1Where stories live. Discover now