7 Juls

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Fui capaz de contener las lágrimas dentro durante unos cinco minutos. Cogí los aperos y la bolsa que usaba siempre cuando Valentina y yo nos íbamos a montar, y metí todo en el maletero, tratando de esquivar la lluvia que caía. Iba bien abrigada, porque la última semana en DF había sido muy fría y me había acostumbrado a ir a trabajar con la chamarra térmica que Valentina me había traído de un viaje a Europa, pero, aun así, sentí el frío calándome hasta el tuétano. Podría haber estado en bañador en una playa del Caribe que y habría sentido ni un grado más de calor. Aquello no era una sensación térmica; era una emoción.

Me subí al coche y rompí a llorar. No es que fuera una novedad. Había llorado más en el último año que en los treinta y tres anteriores, incluidos todos los llantos de bebé con los que mi madre siempre me contaba que despertaba a medio vecindario. Había llorado al ser consciente de que todo estaba roto entre Valentina y yo, al marcharme, al dejarla atrás, al ver el dolor que le había provocado... No había dejado de hacerlo ni siquiera durante las vacaciones, aunque la pena convivía en mí en aquel momento con la ilusión por otra relación que empezaba, que me liberaba al fin de mi dolor. Y la compuerta de las lágrimas había quedado abierta para siempre cuando supe que iba a perderla, que el mundo iba a perderla. Y en los últimos veintitrés días... tenía la sensación de no haber hecho otra cosa que llorar y llorar.

Arranqué el coche, dispuesta a llegar al DF lo más rápido que me permitiera la lluvia, a sentirme acogida en aquella casa a la que aún no me atrevía a llamar hogar, donde me esperaba alguien de quien estaba enamorada, pero con quien aún me temblaba la voz al decirle «te quiero».

El motor arrancó, pero el coche no se movió ni un milímetro. Supe por el sonido de los neumáticos contra el fango cuál era el problema, pero me negué a creerlo. Me había costado demasiado dejar atrás aquella casa, y a Lucia, como para tener que volver a entrar. Rodeé la casa por la parte derecha y localicé la pala en la cochera abierta, donde estaba aparcado el carro de Lucia.

Intenté hacer el menor ruido posible, porque sabía que mi presencia allí estaba haciendo daño a Lucia y dudaba de cuánto dolor podría soportar su cuerpo. Pero eso no impidió que viera su reflejo tras la cortina del salón, mientras apartaba a paladas furiosas el lodo y el agua suficiente como para poder sacar el carro de ahí y llegar a la carretera.

Me rendí cuando el sudor me cubría la frente. No sabía cuánto tiempo llevaba intentando apartar el lodo, pero estaba luchando contra un imposible, porque no dejaba de caer agua y deshacía en un segundo el trabajo que a mí me había llevado un minuto. No hacía falta saber mucho de matemáticas para entender que no era una batalla que fuera a ganar.

Volví a la casa con la cabeza gacha y, no voy a engañar a nadie, con la incertidumbre de qué iba a hacer, si Lucia me negaba la posibilidad de quedarme allí esa noche. Eran ya más de las nueve y no tenía pinta de que la rudimentaria máquina para limpiar el camino fuera a pasar por la zona hasta la mañana siguiente. No es que la creyera capaz de dejarme morir de hipotermia en la intemperie, pero calculé mentalmente cuánta gasolina me quedaba en el coche para dormir con el motor y la calefacción encendidos.

Llamé a la puerta con los nudillos y sonó suave por la amortiguación de los guantes. Pero Lucia debía de estar al pendiente, porque abrió tan rápido que me sorprendió.

—El camino está lleno de lodo. No... no puedo salir.

Ni siquiera me miró. Se limitó a darme la espalda y avanzar por el pasillo de vuelta a su sillón. Yo lo acepté como una invitación porque, literalmente, no tenía otra opción.

—Hay comida en la cocina, por si quieres prepararte algo...—me dijo, cuando habíamos pasado más de media hora en silencio. Ella en el sillón individual, con la mirada fija en las llamas; yo en el sofá de tres puestos, observando como la lluvia golpeaba las ventanas.

—Gracias. Cocinaré algo para los dos.

—No. Yo no...no quiero cenar.

—Lucia

—Juliana ... —Había escuchado un millón de veces el sonido de mi nombre en su voz, pero nunca con aquel tono; tan frío, tan aterrador...—La única manera de que pueda soportar tu presencia en esta casa hasta mañana es que te calles la boca. Y no te dirijas a mí salvo que sea estrictamente necesario.

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Después de Valle (Terminada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora