III Hazel

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El huracán engulló la colina en el seno de un remolino cónico de vapor negro. Arión embistió recto contra él.

Hazel se vio en la cima, pero parecía que estuviera en otra dimensión. El mundo perdió su color habitual. Las paredes del huracán rodeaban la colina, de un negro oscuro. El cielo se agitaba grisáceo. Las ruinas se habían blanqueado tanto que casi brillaban. Hasta Arión había pasado de su color marrón caramelo a un oscuro tono ceniciento.

En el ojo del huracán el aire estaba quieto. Hazel notaba un frío hormigueo en la piel, como si se hubiera frotado con alcohol. Delante de ella, una puerta con forma de arco llevaba a través del muro cubierto de musgo hasta una especie de recinto.

Hazel no podía ver gran cosa en la oscuridad, pero notaba una presencia en su interior, como si fuera un pedazo de hierro cerca de un gran imán. Su atracción era irresistible y la arrastraba hacia delante.

Sin embargo, vaciló. Refrenó a Arión, y el caballo empezó a hacer ruido con los cascos mientras el terreno se resquebrajaba bajo sus pezuñas. Cada vez que pisaba, la hierba, la tierra y las piedras se volvían blancas como la escarcha. Hazel se acordó del glaciar de Hubbard, en Alaska, cuy a superficie se había agrietado bajo sus pies. Se acordó del suelo de la horrible caverna de Roma que se había desmoronado y había precipitado a Percy y a Annabeth al Tártaro.

Esperaba que esa cumbre blanca y negra no se deshiciera debajo de ella, pero decidió que era preferible no pararse.

—Vamos, chico.

Su voz sonaba amortiguada, como si estuviera hablando contra una almohada. Arión cruzó el arco de piedra trotando. Unos muros en ruinas bordeaban un patio cuadrado del tamaño aproximado de una pista de tenis. Otras tres puertas, una en medio de cada muro, conducían al norte, al este y al oeste. En el centro del patio, dos caminos adoquinados se cruzaban formando una cruz. La niebla flotaba en el aire; brumosos jirones de color blanco que se enroscaban y ondulaban como si estuvieran vivos.

No era una niebla cualquiera, advirtió Hazel. Era la Niebla.

Durante toda su vida había oído hablar de la Niebla: el velo sobrenatural que oscurecía el mundo mítico de la vista de los mortales. La Niebla podía engañar a los humanos, incluso a los semidioses, y hacerles ver monstruos como animales

indefensos o dioses como gente corriente.

Hazel nunca había pensado en ella como humo de verdad, pero al observar cómo se ensortijaba alrededor de las patas de Arión, cómo flotaba a través de los arcos rotos del patio en ruinas, se le erizó el vello de los brazos. De algún modo lo supo: esa sustancia blanca era magia pura.

Un perro aulló a lo lejos. Normalmente Arión no le tenía miedo a nada, pero se encabritó, resoplando nervioso.

—Tranquilo —Hazel le acarició el cuello—. Estamos juntos en esto. Voy a bajarme, ¿vale?

Hazel desmontó de Arión. El animal se volvió enseguida y echó a correr. —Arión, espe...

Pero y a había desaparecido por donde había venido.

Menos mal que estaban juntos.

Otro aullido hendió el aire, esa vez más cerca.

Hazel se dirigió al centro del patio. La Niebla se pegó a ella como la bruma de un congelador.

—¿Hola? —gritó.

—Hola —contestó una voz.

La figura pálida de una mujer apareció en la puerta del norte. No, un momento... estaba en la entrada del este. No, la del oeste. Tres imágenes envueltas en humo de la misma mujer se dirigieron a la vez al centro de las ruinas. Su figura era borrosa, hecha de Niebla, y dejaba a su paso dos volutas de humo más pequeñas que corrían tras sus tobillos como animales. ¿Una especie de mascotas?

Llegó al centro del patio, y las tres figuras se fundieron en una sola. Se volvió sólida y se convirtió en una joven con una túnica oscura sin mangas. Tenía el cabello dorado recogido en una cola de caballo alta, al estilo de la antigua Grecia. Su vestido era tan sedoso que parecía que ondease, como si la tela fuera tinta derramándose por sus hombros. No aparentaba más de veinte años, pero Hazel sabía que eso no significaba nada.

—Hazel Levesque —dijo la mujer.

Era preciosa, pero pálida como una muerta. En Nueva Orleans, Hazel se había visto obligada a asistir al velatorio de una compañera de clase fallecida. Recordaba el cuerpo sin vida de la niña en el ataúd abierto. Su rostro había sido maquillado con elegancia, como si estuviera descansando, un detalle que a Hazel le había parecido aterrador.

Esa mujer le recordaba a aquella chica, salvo que los ojos de la mujer estaban abiertos y eran totalmente negros. Cuando ladeaba la cabeza parecía desdoblarse otra vez en tres personas distintas; brumosas imágenes reflejadas que se confundían, como la fotografía de alguien que se mueve demasiado rápido para ser captado.

—¿Quién es usted? —los dedos de Hazel se movieron nerviosamente sobre la empuñadura de su espada—. O sea..., ¿qué diosa?

Hazel estaba segura de esa parte. La mujer irradiaba poder. Todo lo que las rodeaba —la Niebla que se arremolinaba, el huracán monocromático, el inquietante fulgor de las ruinas— se debía a su presencia.

—Ah —la mujer asintió con la cabeza—. Deja que te dé un poco de luz. Levantó las manos. De repente sostenía dos anticuadas antorchas de juncos en las que el fuego parpadeaba. La Niebla se retiró a los bordes del patio. A los pies de la mujer, calzados en unas sandalias, los dos etéreos animales cobraron forma sólida. Uno era un perro labrador. El otro era un roedor largo, gris y peludo con una máscara blanca en la cara. ¿Una comadreja, quizá? La mujer sonrió con serenidad.

—Soy Hécate —dijo—. Diosa de la magia. Tenemos mucho de qué hablar si quieres sobrevivir esta noche.

no digo nada de lo largo del capitulo

la casa de hadesWo Geschichten leben. Entdecke jetzt