IX Leo

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Leo se pasó la noche peleándose con una Atenea de doce metros de altura. Desde que habían subido a bordo la estatua, Leo había estado obsesionado con su funcionamiento. Estaba seguro de que tenía poderes extraordinarios. Tenía que haber un interruptor secreto o un plato de presión o algo por el estilo. Se suponía que estaba durmiendo, pero no podía conciliar el sueño. Se pasaba horas arrastrándose debajo de la estatua, que ocupaba la mayor parte de la cubierta inferior. Los pies de Atenea asomaban en la enfermería, así que si querías una pastilla de ibuprofeno, tenías que pasar rozando sus dedos de marfil. Su cuerpo recorría el pasillo de babor a lo largo, y su mano extendida sobresalía en la sala de máquinas, ofreciendo la figura de Niké de tamaño natural que reposaba en su palma como si dijera: « ¡Toma, un poco de Victoria!» . El rostro sereno de Atenea ocupaba la mayor parte de las cuadras de los pegasos situadas en popa, que afortunadamente estaban vacías. Si Leo hubiera sido un caballo mágico, no habría querido vivir en una casilla observado por una descomunal diosa de la sabiduría.

La estatua estaba encajada en el pasillo, de modo que Leo tenía que trepar por encima y deslizarse por debajo de sus extremidades, buscando palancas y botones.

Una vez más, no encontró nada.

Había hecho averiguaciones sobre la estatua. Sabía que estaba fabricada a partir de un armazón de madera hueco cubierto de marfil y oro, lo que explicaba por qué era tan ligera. Se encontraba en muy buen estado, considerando que tenía más de dos mil años de antigüedad, había sido saqueada en Atenas, transportada a Roma y guardada en secreto en la cueva de una araña durante la mayor parte de los dos últimos milenios. La magia debía de haberla mantenido intacta, suponía Leo, en combinación con una factura muy buena.

Annabeth había dicho... Bueno, él procuraba no pensar en Annabeth. Todavía se sentía culpable por su caída y la de Percy al Tártaro. Leo sabía que había sido culpa suy a. Debería haber tenido a todo el mundo a salvo a bordo del Argo II antes de empezar a sujetar la estatua. Debería haberse dado cuenta de que el suelo de la caverna era inestable.

Aun así, paseándose con cara mustia no iba a conseguir que Percy y Annabeth volvieran. Tenía que concentrarse en solucionar los problemas que pudiera solucionar.

De todas formas, Annabeth había dicho que la estatua era la clave para vencer a Gaia. Podía reparar la brecha existente entre los semidioses griegos y los romanos. Leo suponía que esas palabras encerraban algo más que mero simbolismo. Tal vez los ojos de Atenea disparaban ray os láser, o la serpiente que había detrás de su escudo podía escupir veneno. O tal vez la figura de Niké cobraba vida y hacía unos movimientos en plan ninja.

A Leo se le ocurrían toda clase de cosas divertidas que la estatua podría hacer si él la hubiera diseñado, pero cuanto más la examinaba, más se decepcionaba. La Atenea Partenos irradiaba magia. Hasta él podía percibirla. Pero no parecía que hiciera nada aparte de lucir un aspecto imponente.

El barco se escoró a un lado, realizando un movimiento brusco y evasivo. Leo reprimió el deseo de correr al timón. Jason, Piper y Frank estaban de guardia con Hazel. Ellos podían ocuparse de lo que estuviera pasando. Además, Hazel había insistido en ponerse al timón para llevarlos por el paso secreto del que le había hablado la diosa de la magia.

Leo esperaba que Hazel estuviera en lo cierto con respecto al largo desvío hacia el norte. No se fiaba de la tal Hécate. No entendía por qué una diosa tan inquietante decidía de repente mostrarse amable.

Claro que él no se fiaba de la magia en general. Por eso estaba teniendo tantos problemas con la Atenea Partenos. La estatua no tenía partes móviles. Hiciera lo que hiciese, al parecer funcionaba con hechicería pura... y Leo no valoraba eso. Quería que tuviera lógica, como una máquina.

la casa de hadesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora