XII Leo

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Los enanos no se esforzaron mucho por zafarse de él, lo que despertó las sospechas de Leo. Permanecieron en el límite de su campo visual, corriendo por los tejados rojos, derribando jardineras de ventana, dando alaridos y gritos, y dejando un rastro de tornillos y clavos del cinturón de Leo como si quisieran que él los siguiera.

Leo trotaba detrás de ellos y soltaba juramentos cada vez que se le caían los pantalones. Dobló una esquina y vio dos antiguas torres de piedra que sobresalían en el cielo, una al lado de la otra, mucho más altas que cualquier otro edificio del barrio: ¿unas atalayas medievales? Se inclinaban en direcciones distintas, como las palancas de cambios de un coche de carreras.

Los Cercopes escalaron la torre de la derecha. Cuando llegaron a lo alto, rodearon la parte trasera y desaparecieron.

¿Habían entrado dentro? Leo podía ver unas diminutas ventanas en lo alto cubiertas con rejas metálicas, pero dudaba que detuvieran a los enanos. Se quedó mirando durante un minuto, pero los Cercopes no volvieron a aparecer. Eso significaba que Leo tenía que subir allí y buscarlos.

—Genial —murmuró.

No tenía ningún colega volador que lo subiera. El barco estaba demasiado lejos para pedir ay uda. Si hubiera tenido su cinturón portaherramientas, podría haber improvisado un aparato volador con la esfera de Arquímedes, pero no era el caso. Escudriñó el vecindario, tratando de pensar. Media manzana más abajo, unas puertas de dos hojas de cristal se abrieron y una anciana salió cojeando cargada con unas bolsas de la compra.

¿Una tienda de comestibles? Hum...

Leo se tocó los bolsillos. Para gran sorpresa suya, todavía le quedaban unos billetes de euro de su estancia en Roma. Aquellos estúpidos enanos se lo habían quitado todo menos el dinero.

Corrió a la tienda lo más rápido que le permitieron sus pantalones sin cremallera.

Registró los pasillos buscando cosas que pudiera utilizar. No sabía cómo se decía en italiano « Hola; por favor, ¿dónde están los productos químicos peligrosos?» . Probablemente fuera mejor. No quería acabar en una cárcel italiana.

Afortunadamente, no necesitaba leer las etiquetas. Con solo coger un tubo de

pasta de dientes sabía que contenía nitrato de potasio. Encontró carbón vegetal. Encontró azúcar y bicarbonato. En la tienda vendían cerillas, insecticida y papel de aluminio. Prácticamente todo lo que necesitaba, junto con una cuerda para tender la ropa que podía usar como cinturón. Añadió a la cesta unos productos de comida basura para camuflar las compras más sospechosas y puso las cosas delante de la caja registradora. La cajera lo miró con los ojos muy abiertos y le hizo unas preguntas que no entendió, pero consiguió pagar y que le diera una bolsa, y salió corriendo.

Se escondió en el portal más cercano desde el que pudiera vigilar las torres. Se puso manos a la obra, invocando el fuego para secar los materiales y cocinar unos preparados que de otra forma le habría llevado días terminar.

De vez en cuando echaba un vistazo a la torre, pero no había rastro de los enanos. Leo esperaba que siguieran allí arriba. La fabricación de su arsenal le llevó solo unos minutos —así de bien se le daba—, pero le pareció que hubieran pasado horas.

Jason no aparecía. Tal vez seguía enredado en la fuente de Neptuno o registrando las calles en busca de Leo. Ningún otro tripulante del barco acudió en su ay uda. Debía de estarles llevando mucho tiempo quitar todas las gomas de color rosa del pelo del entrenador Hedge.

Eso significaba que Leo contaba solo consigo mismo, su bolsa de comida basura y unas cuantas armas improvisadas hechas con azúcar y pasta de dientes. Ah, y la esfera de Arquímedes. Eso era importante. Esperaba no haberla estropeado llenándola de polvo químico.

la casa de hadesWhere stories live. Discover now