XIV Percy

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Cuando empezaron a descender por el acantilado, Percy se concentró en los retos que se le planteaban: no perder pie, evitar los desprendimientos de rocas que alertaran a las empousai de su presencia y, por supuesto, asegurarse de que él y Annabeth no sufrían una caída mortal.

Amitad de descenso, Annabeth dijo:

—Paramos, ¿vale? Una pausa breve.

Le temblaban tanto las piernas que Percy se maldijo por no haber hecho un descanso antes.

Se sentaron el uno al lado del otro sobre un saliente junto a una rugiente cascada de fuego. Percy rodeó a Annabeth con el brazo, y ella se apoyó en él, temblando de agotamiento.

Percy no se encontraba mucho mejor. Tenía el estómago como si se le hubiera encogido hasta el tamaño de una pastilla de goma. Si se encontraban con otro cadáver de un monstruo, tenía miedo de apartar a una empousa e intentar devorarlo.

Por lo menos tenía a Annabeth. Encontrarían una salida del Tártaro. Tenían que encontrarla. Él no pensaba mucho en destinos ni profecías, pero sí creía en una cosa: Annabeth y él estaban destinados a estar juntos. No habían sobrevivido a tantas cosas para que los mataran ahora.

—Las cosas podrían ir peor —aventuró Annabeth.

—¿Sí?

Percy no sabía cómo, pero procuró mostrarse optimista.

Ella se arrimó a él. El cabello le olía a humo, y si Percy cerraba los ojos, casi podía imaginarse que estaban delante de la fogata del Campamento Mestizo. —Podríamos haber caído en el río Lete —dijo ella—. Podríamos haber perdido todos nuestros recuerdos.

A Percy se le puso la carne de gallina al pensar en ello. Ya había tenido suficientes problemas con la amnesia para toda una vida. El mes anterior sin ir más lejos, Hera le había borrado todos los recuerdos para introducirlo entre los semidioses romanos. Percy había entrado en el Campamento Júpiter sin tener ni idea de quién era ni de dónde venía. Y, unos años antes, había luchado contra un titán en las orillas del Lete, cerca del palacio de Hades. Había atacado al titán con agua del río y le había borrado la memoria por completo.

—Sí, el Lete —murmuró—. No es precisamente mi río favorito.

—¿Cómo se llamaba el titán? —preguntó Annabeth.

—¿Eh...? Jápeto. Dijo que significaba « empalador» o algo por el estilo. —No, el nombre que tú le pusiste después de que perdiera la memoria. ¿Steve?

—Bob —dijo Percy.

Annabeth esbozó una débil sonrisa.

—Bob el titán.

Percy tenía los labios tan secos que le dolía sonreír. Se preguntaba qué habría sido de Jápeto después de que lo dejaran en el palacio de Hades y si seguiría contento de ser Bob, un titán amistoso, feliz y desorientado. Esperaba que sí, pero el inframundo parecía sacar lo peor de todo el mundo: monstruos, héroes y dioses.

Miró a través de las cenicientas llanuras. Se suponía que los demás titanes estaban allí, en el Tártaro: encadenados, vagando sin rumbo o escondidos en algunas de esas oscuras grietas. Percy y sus aliados habían destruido al peor titán, Cronos, pero sus restos podían estar allí abajo en alguna parte: millones de furiosas partículas de titán flotando entre las nubes color sangre o acechando en la niebla oscura.

Percy decidió no pensar en ello. Besó a Annabeth en la frente. —Deberíamos seguir. ¿Quieres beber más fuego?

—Uf. Paso.

la casa de hadesWhere stories live. Discover now