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Maia


Me va a estallar la cabeza.

Cuando me doy la vuelta sobre la cama, siento los músculos extremadamente pesados. Miro al techo esperando encontrármelo lleno de estrellas. Cuando me doy cuenta de que no estoy en mi habitación, mis sentidos se ponen alerta y me incorporo a toda velocidad. Mierda.

Se trata de un dormitorio amplio con las paredes grises y el suelo recubierto de parqué. La puerta cerrada está justo frente a la cama. Sobre el escritorio, un ordenador de última generación rompe con la estética minimalista del resto del cuarto. Tiene luces y colores y está conectado a dos pantallas de plasma. También hay un micrófono, una cámara de vídeo y una estantería repleta de figuritas. En las baldas superiores veo no una, sino tres placas metálicas con el logo de YouTube.

Los recuerdos de anoche me llegan todos de golpe. De pronto, siento una presión en la garganta que no me deja respirar. Los ojos se me llenan de lágrimas y me cubro la boca con una mano para reprimir un sollozo.

Deneb está muerta.

He perdido a mi hermana mayor.

Pasó hace unas horas, pero solo conservo recuerdos borrosos de ese momento; los médicos sacándome de su habitación cuando entré gritando su nombre, la voz de una enfermera intentando tranquilizarme, ese pitido que se volvió constante cuando su corazón se detuvo. Me llevaron a la sala de espera y un médico me explicó lo que había ocurrido. Estaba tan conmocionada que no solté ni una lágrima. Solo escuché palabras sueltas. Coágulo. Derrame cerebral. Hicieron todo lo posible por salvarla, pero no tenía ninguna posibilidad. Muerta. Estaba muerta.

Me dijeron que avisarían a mi madre por teléfono. Accedí como una autómata y después simplemente fui a la estación para volver a casa en autobús. No lloré ni siquiera cuando entré y vi a mamá chillando y lamentándose con Steve. Discutí con ella antes de coger las llaves del coche y largarme. Conduce hasta un área de servicio en medio de ninguna parte.

Y, entonces, la realidad me cayó encima.

Apenas recuerdo nada de las horas que pasé ahí dentro. Sé que lloré y golpeé el volante hasta que me ardieron las manos. Grité, sollocé y hubo momentos en los que sentí que me moría. Ahora lo pienso y vuelvo a tener esa dolorosa presión en el pecho. Me cubro la boca con más fuerza y me dejo caer bocarriba en la cama. Y, como llevo haciendo desde anoche, comienzo a llorar.

«Hasta que nos quedemos sin oportunidades, Maia. O hasta que nos quedemos sin estrellas».

«Creo que yo quería que se muriera».

Me entran incluso ganas de vomitar. Cierro los ojos con fuerza e intento controlar mi respiración. Con el paso de los minutos, mi ansiedad me da un respiro y los latidos de mi corazón se ralentizan. Me quedo en la cama durante lo que parecen horas. Me duele todo el cuerpo. Una vez que consigo levantarme, me seco los rastros de lágrimas, me rodeo con los brazos y trago saliva antes de salir del dormitorio.

Voy a parar a lo que parece una sala de estar. Los muebles son de colores claros, lo que contrasta con la madera oscura del suelo. Hay un sofá de tres plazas en frente de la televisión de plasma, junto a un ventanal desde el que se ve toda la ciudad. Veo varias puertas cerradas, pero se oye ruido que proviene desde la cocina. No sé de dónde saco las fuerzas para ir hasta allí.

Liam está cocinando algo sobre la encimera, con el pecho al descubierto y llevando solo unos pantalones flojos del pijama. El corazón se me contrae cuando recuerdo que vino a recogerme anoche y me dejó dormir aquí. Juro que hice todo lo posible por no caer en la tentación de llamarlo, pero la situación pudo conmigo. Es la primera persona en la que pienso cuando siento que el mundo se me cae encima.

Hasta que nos quedemos sin estrellas |  EN LIBRERÍASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora