Enchiladas para la cena con aderezo de: "Identidad del Emperador loco"

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Odio mi vida.

¿Alguien podría por favor explicarme por qué siempre acabo cayendo en contenedores de basura?

Aún así, debo confesar que ese contenedor en concreto me salvó la vida. El Desmadre Militar de Macrón estalló en una serie de explosiones que sacudieron el desierto e hicieron vibrar las tapas de la apestosa caja metálica que nos dio cobijo. Sudorosos y trémulos, sin apenas poder respirar, los dos sátiros, Percy y yo nos acurrucamos en medio de las bolsas de basura y escuchamos el repiqueteo de los desechos que llovieron del cielo: un inesperado aguacero de madera, yeso, cristal y material deportivo.

Después de lo que me parecieron años, Percy parecía estar a punto de decir algo cuando Grover le tapó la boca con la mano. Apenas podía verlo a oscuras, pero sacudió la cabeza urgentemente, con los ojos muy abiertos de inquietud. El entrenador Hedge también parecía tenso. Le temblaba la nariz como si oliera algo aún peor que la basura.

Entonces oí el clop, clop, clop de unos cascos contra el asfalto que se acercaban a nuestro escondite.

—Vaya, esto es ideal—masculló una voz grave.

Un hocico de animal olfateó el borde del contenedor; probablemente buscaba supervivientes. A nosotros.

Las tapas del contenedor siguieron cerradas. Tal vez la basura y el almacén en llamas enmascaraban nuestro olor.

—Eh, Gran C—dijo la misma voz—. Sí. Soy yo.

Por la falta de respuesta audible, deduje que el recién llegado hablaba por teléfono.

—No, el lugar desapareció. No lo sé. Macrón debe de haber...

Hizo una pausa, como si la persona al otro lado de la línea se hubiera puesto a soltar una diatriba.

—Lo sé—dijo el recién llegado—. Puede haber sido una falsa alarma, pero... Ay, maldición. Viene la policía humana.

Un momento después, oí un sonido débil de sirenas a lo lejos.

—Podría registrar la zona—propuso el recién llegado—. Ir a ver las ruinas de la colina.

Todos cruzamos una mirada de preocupación. Estaba claro que las ruinas eran nuestro santuario, que en ese momento alojaban a Mellie, al bebé Hedge y a Meg.

—Ya sé que crees que te ocupaste de ese sitio—dijo el recién llegado—, pero sigue siendo peligroso. Te lo aseguro...

Esta vez oí una vocecilla débil echando pestes al otro lado de la línea.

—De acuerdo, C. Sí. ¡Por los juanetes de Júpiter, tranquilízate! Voy a... Está bien, está bien. Vuelvo para allá.

Su suspiro de irritación me indicó que la llamada debía de haber terminado.

—Este chico me va a provocar un cólico—masculló para sí mismo en voz alta el extraño.

Algo golpeó el lateral del contenedor, justo al lado de mi cara.

A continuación los cascos se alejaron galopando.

Pasaron varios minutos hasta que me pareció que podía mirar al resto sin peligro. Acordamos silenciosamente que teníamos que salir del contenedor antes de morir de asfixia, de un golpe de calor o por algo peor.

En el exterior, el callejón estaba lleno de pedazos humeantes de metal y plástico retorcido. El almacén era una estructura chamuscada, y las llamas seguían danzando en el interior y añadían más columnas de humo al cielo nocturno lleno de cenizas.

Las pruebas de la luna: el Laberinto en LlamasWhere stories live. Discover now