CAPÍTULO 33

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Me desperté sudada y con la respiración acelerada, después de soñar con la reina Briana, esta insultaba a mi madre fallecida como anoche; sin piedad.

Me parecía tan cruel y detestable que una reina como tal hablara de otra de esa manera que me entraban ganas de vomitar. Pero cada vez que pensaba que, aquellas palabras, fueron dedicadas a mi madre, me daban ganas de ir a batallar contra ella.

Al calmarme, decidí ducharme y vestirme con una camiseta azul marino y encima un abrigo, y unos pantalones ajustados y cómodos negros, con unas botas de cuero.

Salí de la habitación y esperé pacientemente a que mis amigos acabaran de prepararse para salir de la casa.

Una vez salimos de la casa blanca y dorada, sin ser escoltados por ningún guardia, bajamos la calles mientras disfrutábamos de las vistas: árboles altos y gruesos, hortensias preciosas por todos lados y las montañas a lo lejos, con los picos nevados, y la luz del sol encima de nosotros, incapaz de derretir semejante nieve que invadía el corazón de aquel monstruo gigante.

Hicimos, de nuevo, una fila de personas para entrar al edificio de la reina en orden. Una vez dentro, nos dirigimos, con los pueblerinos, hasta el comedor, para desayunar, y nos sentamos en la misma mesa del día anterior.

Había mesas por toda la sala y eso me hizo recordar al Instituto, a los bandos.

Nos dieron un pequeño plato con algo de sopa. Terminamos rápido de desayunar porque teníamos demasiada hambre después de la pequeña ración de la noche anterior.

Después de devorar la comida, nos quedamos en la mesa un rato, hablando tranquilamente. Discutimos sobre qué camino tomar para llegar a la ciudad, y cuando nos dimos cuenta, los enanos ya estaban marchándose del comedor.

— Ya se van  —señaló Edith con la barbilla a la masa de enanos que se dirigía a las grandes puertas para marcharse.

Entonces, fue cuando nos giramos y vi que apenas quedaba alguien en el comedor que no fuera algún trabajador recogiendo los platos, o algún despistado, cómo nosotros.

— Deberíamos irnos nosotros también —habló Alaric—. Si salimos ya del pueblo, posiblemente llegaremos antes de que anochezca a la ciudad —nos informó, paseando su preciosa mirada verde sobre nosotros.

Asentimos y nos pusimos en pie. Nos dirigimos hacia la puerta y, cuando llegamos a esta, nos encontramos con dos guardias posicionados rígidamente a los lados de la puerta, cortándonos el paso con unas lanzas que colocaron en medio de la puerta de madera blanca y dorada.

Fruncí el ceño ante aquello. Era obvio que nos habían tenido que ver, es decir, no éramos igual de enanos que los pueblerinos de aquel lugar.

Miré a mis amigos, que se encontraban igual que yo: sin entender absolutamente nada. Las expresiones de sus rostros tan claras me lo comunicaban todo.

Aunque, a lo mejor, la razón de impedirnos el paso, era porque querían que estuviéramos en el comedor un rato más para despedirse de nosotros y desearnos buena suerte para nuestro largo camino hacia la gran ciudad, o por lo menos eso era lo que yo esperaba y deseaba que pasara.

— Buenos días, forasteros —nos saludó una voz varonil proveniente de detrás de nosotros.

Nos giramos casi de inmediato, y vi a un hombre alto y flacucho, vestido militarmente con armas atadas en su cintura. Tenía el cabello negro y largo, recogido en una cola igual de baja que el hombre que el día anterior nos había permitido entrar al pueblo.

Sin embargo, el otro hombre era bastante diferente a este. Aquel hombre era musculoso y alto, con el cabello marrón y los ojos miel, mientras que este tenía el cabello negro y los ojos verdes.

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