Capítulo 7.

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—Está golpeando el suelo con la pata para que nos demos prisa —dijo Lucy.

—No tienes ningún derecho a intentar obligar al resto de nosotros de ese modo.—dijo Susan.

—Vamos, vamos —refunfuñó Edmund—. Tenemos que ir. No estaremos tranquilos hasta que lo hagamos.

—En marcha—indicó Peter.

—Supongamos que empezaré a comportarme como Lucy —dijo Susan—. Podría amenazar con quedarme aquí tanto si el resto seguía adelante como si no. Además, creo que lo haré.

—Obedezca al Sumo Monarca, Majestad —indicó Trumpkin—, y pongámonos en marcha.

Y así, finalmente, iniciamos el camino. Lucy fue delante, mordiéndose el labio mientras pensaba en todas las cosas que tenía ganas de decirle a Susan.

Sólo teníamos las indicaciones de Lucy para guiarnos, pues Aslan no sólo era invisible para nosotros sino también silencioso.

Luego llegamos a un punto donde algunos arbustos crecían justo en el borde. Lucy apresuró el paso y no tardó en estar también entre los árboles. Al mirar abajo, distinguió un sendero empinado y estrecho que descendía oblicuamente al interior de la garganta por entre las rocas, y a Aslan, que bajaba por él. El león se volvió y la miró con sus alegres ojos. Lucy batió palmas y empezó a descender cautelosamente tras él.

—¡Eh! ¡Lucy! Ten cuidado, por Dios. Estás justo en el borde del precipicio. Regresa.

Y luego, al cabo de un momento, la voz de Edmund que decía:

—No, chicos, tiene razón. Hay un sendero para bajar.

—¡Mira! —dijo muy nervioso—. ¡Mira! ¿Qué es aquella sombra que se desliza por delante de nosotros?

—Es su sombra —respondió Lucy.

—Estoy convencido de que tienes razón, Lu —dijo Edmund—. No sé cómo no lo comprendí antes. Pero ¿dónde está él?

—Con su sombra, claro. ¿No lo ves?

—Bueno, casi me pareció verlo... por un momento. Esta luz es tan rara.

—Sigan adelante, rey Edmund, siga adelante —se oyó decir a Trumpkin desde un punto situado detrás y por encima de ellos.

A continuación, más atrás aún y todavía muy cerca de la cima, sonó la voz de Peter que decía:

—Date prisa, Susan. Dame la mano. Vaya, pero si hasta un bebé podría bajar por aquí. Y haz el favor de no quejarte más.

Al cabo de unos pocos minutos estuvimos todos en el fondo, y el rugir del agua inundó mis oídos. Avanzando con la delicadeza de un gato, Aslan saltó de piedra en piedra para cruzar el río.

Cuando llegó al centro se detuvo, se inclinó para beber, y al alzar la melenuda cabeza del agua, chorreando, se volvió para mirarlos de nuevo. Esa vez Edmund sí lo vio.

—¡Oh, Aslan!, ¡Peter, Peter! —llamó Edmund—. ¿Lo has visto?

—He visto algo —respondió él—; pero esta luz engaña. Sigamos adelante.

Sin una vacilación, Aslan nos condujo hacia la izquierda, cada vez más arriba de la garganta. Todo el viaje resultó extraño y como si se tratara de un sueño; el arroyo que rugía, la hierba húmeda y gris, los relucientes acantilados a los que se aproximaban, y siempre la gloriosa y silenciosa bestia que avanzaba lentamente delante de ellos. Todos excepto Susan y el enano veían ya al león.

La larga y suave cuesta, cubierta de hierba y unas pocas rocas enormes que brillaban bajo la luz de la luna, ascendía hasta desvanecerse en un vago vislumbre de árboles a casi un kilómetro de distancia. La reconocí. Era la colina de la Mesa de Piedra.

—Lucy.—dijo Susan con una voz apenas audible.

—¿Sí?

—Ahora le veo. Lo siento.

—No pasa nada.

—Nuestro bando no está muy atento —masculló Trumpkin—. Tendrían que habernos dado el alto hace rato...

—¡Silencio! —dijimos los otros cinco, pues Aslan se había detenido y girado en aquel momento y se encontraba frente a nosotros.

—Aslan —dijo Peter, hincando una rodilla en el suelo y alzando la pesada zarpa del león hasta su rostro—, me alegro tanto, y estoy muy apenado. Los he conducido por el camino equivocado desde que nos pusimos en marcha.

—Querido hijo —respondió Aslan. Luego se volvió y saludó a Edmund y __. «Bien hecho», fueron sus palabras. A continuación, tras una pausa atroz, la profunda voz dijo:

—Susan.

Susan no respondió, pero a los demás les pareció que lloraba.

—Has escuchado al miedo, pequeña —siguió Aslan—. Ven, deja que sople sobre ti. Olvídalo. ¿Vuelves a ser valiente?

—Un poco, Aslan —respondió ella.

— Y ahora, ¿dónde está ese pequeño enano, ese famoso espadachín y arquero que no cree en leones? ¡Ven aquí, Hijo de la Tierra, ven AQUÍ! —Y la última palabra ya no era el atisbo de un rugido sino casi un rugido auténtico.

—¡Espectros y escombros! —resolló Trumpkin con un hilillo de voz.

—Hijo de la Tierra, ¿seremos amigos? —preguntó Aslan.

—S... sí —jadeó el enano, que no había recuperado aún el aliento.

—Bien —dijo Aslan—. La luna se está poniendo. Miren a vuestra espalda: amanece. No tenemos tiempo que perder.

Entre Espadas y Dagas. [Príncipe Caspian y tú]Hikayelerin yaşadığı yer. Şimdi keşfedin