Capítulo 4: Ruby

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Ya no me duele. Ya no me duele. Ya no me duele.

Canturreo para mí misma en mi cabeza, burlándose de la máquina de rayos de luz que me mira y me golpea directamente en los ojos.

Mini victoria para Ruby.

Llevo mucho tiempo con esta terapia, algo de resistencia tenía que adquirir. Aun así, cada sesión es una batalla contra todo el equipo de optogenética, en una guerra que empezó cuando me trajeron aquí por primera vez, hace unos años. Llegué en medio de un ataque de nervios. No sé explicar muy bien qué pasó, o cómo empezó, no recuerdo mucho de ese día.

Recuerdo el miedo... No, miedo no. El terror. El no saber qué estaba pasando, mi corazón latiendo tan fuerte, asustado, que me dolía en el pecho. La sensación de mis pulmones vacíos, haciendo un sobreesfuerzo suplicando aire. Mi garganta echando fuego de tanto gritar. Mi cara mojada con algo salado que se escurría por mis mejillas y se me metía en la boca. También el ruido que me llenaba la cabeza. Una mezcla entre mis propios gritos y todo lo demás que estaba pasando a mi alrededor, que yo no me enteraba.

Y lo peor de todo: las manos. Las manos que me sujetaban contra mi voluntad, impidiéndome rasgar mi propia piel, salir de mí y escapar de una amenaza invisible, que ni siquiera sabía lo que era, pero la sentía. Estaba allí, venía a por mí, y me iba a matar.

Primero me sujetó mi padre, pero luego ya no sé a quién pertenecían esas manos que me sujetaban, sintiéndose intrusivas, extrañas, enemigas. Me sujetaban tan fuerte que me hacían daño, aunque yo eso solo lo noté después, cuando me empezaron a salir los moratones. Supongo que fueron los enfermeros, pero no recuerdo en qué momento me sacaron de casa, ni cuando llegué al hospital. Lo último que recuerdo sentir, fue un pinchazo y una sensación helada en mi cuello.

Cuando me desperté, podría jurar que estaba muerta porque sólo veía luz, si no fuera por el dolor del fuego prendido en mis ojos. Por momentos pensé que estaría mirando directamente al sol, intenté cerrarlos, pero descubrí que no podía mover los párpados. Intenté alcanzarlos con mis manos, pero sentí que algo me bloqueaba el movimiento.

Al final, estaba en una silla súper incómoda, con una máquina de rayos emitiendo esa luz castigadora que rasgaba en su camino a través de mis ojos, y prendía fuego a su paso por mis nervios oculares. Me habían atado de muñecas y tobillos a la silla por "precaución". Me dijeron, y me siguen diciendo, que es para mi propia protección, pero después de que me contaran que me había cargado toda la maquinaria con mis puñetazos y patadas al aire, en mi lucha contra la amenaza invisible. Creo que es más por la seguridad e integridad física de esas máquinas tan caras.

Al final estuve ingresada un año. Un año del que no recuerdo casi nada. Ni sé exactamente cuánto tiempo pasé allí, porque la cantidad cambia según la versión que se cuenta. Entre las drogas que me tenían dormida casi todo el día y el doloroso tratamiento que tenía como objetivo utilizar la luz para activar y desactivar los caminos neuronales justos para mantenerme mentalmente "estable", no me sentí más persona que un muerto.

Hasta que los tratamientos empezaron a surtir efecto, y volví a ser yo... más o menos. ¿La causa de todo esto? Trastorno de ansiedad y depresión no diagnosticados que habían desembocado en un ataque. Algo raro. No sé. Una molestia de lo más grande, como le llamó mi madre. Aunque no hay problema, esas cosas son sencillas de curar. Cuesta un poco al inicio, pero luego uno se acostumbra a tomar todas las pastillas diariamente y soportar las terapias de luz, al menos una vez al mes durante un año.

En teoría, ya no las necesito, pero dado que nadie se fía de la estabilidad emocional de Ruby Well —bueno, ni yo misma me fío, para qué mentir—, mis padres siguen teniéndome en esta rutina. Y cuando se acerca cualquier evento importante en el que debo dar la cara, me ponen en un régimen de una terapia por semana un mes antes de que pase. Por precaución.

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⏰ Last updated: Oct 10, 2021 ⏰

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