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No había desdeñado mis proposiciones; no se había encerrado en el silencio; no me había devuelto mi carta sin abrirla. Por el contrario, me enviaba una respuesta escrita con sus propias manos, en la que decía lo siguiente:

"El señor Simpson me perdonará que no escriba correctamente la hermosa lengua de su país, o al menos que no lo haga tan bien como en la mía. Hace muy poco tiempo que vine aquí, y no he tenido la oportunidad de estudiarla. Sea ésta mi excusa a la forma en que le digo esto, caballero: ¡Ay, de mi! El señor Simpson ha adivinado sobradamente toda la verdad. ¿Cabe agregar algo? ¿No he dicho yo más de lo que debiera decir?

                                    Eugenia Lalande"

Besé un millón de veces aquella nota y cometí por su causa otras mil extravagancias que ya han huido de mi memoria. ¡Pero Talbot no regresaba! Si hubiera podido formarse la más vaga idea del padecimiento que su ausencia me producía ¿no habría corrido inmediatamente a mi lado para consolarme? Le escribí y me contestó. Le retenían urgentes negocios, y estaría pronto de vuelta. Me rogaba que no fuera impaciente y que moderase mis impulsos, que leyera libros de tema calmante, que no abusara de las bebidas alcohólicas... ¡y que llamara en mi ayuda al consejo de filosofía! ¡Necio! Ya que él no podía venir ¿por qué no me enviaba una carta de presentación? Volví a escribirle, implorándole que me la mandara cuanto antes. Esta última misiva me la devolvió el lacayo, con las siguientes palabras escritas al dorso del sobre; el muy bridón se había ido al campo con su amo.

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