27 De rodillas

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Capítulo 27: De rodillas

David, Wendelina y Sophía fueron llevados con las manos levantadas al interior del campamento de los soldados rebeldes de la villa administrativa.

—Oigan, miren a quién me encontré espiando —festejó Jessica apuntando con su arco al grupo.

Todos los habitantes del asentamiento se acercaron al lugar, atraídos por el bullicio. Pronto se formó un círculo de gente curiosa alrededor de los tres prisioneros.

David inspeccionó los alrededores y observó varias fogatas prendidas para pasar la noche, pero ninguna señal de que se esté cocinando algo; había varias tiendas de campaña hechas de tela, de aspecto muy precario, junto a otras mucho más grandes y mejor construidas y pudo ver también las caras de asombro de las personas que miraban a Sophía.

—¡Alto! —ordenó Jessica cuando estuvieron en el centro del campamento—. Arrodíllense aquí.

De la carpa más grande salieron cinco personas y se armó un pasillo en el círculo de curiosos para dejarlos pasar. Al frente del grupo iba un hombre rubio muy fornido y completamente desaliñado, caminaba dando grandes zancadas siguiendo los sonidos del alboroto.

—¿Qué ocurre aquí? ¿Qué es todo esto? —exigió saber el hombre rubio y fornido.

—Tú querías una victoria, Sebastián —mencionó Jessica, la arquera—, pues te conseguí un trofeo —dijo señalando a Sophía con la mano.

—Sophía... —susurró Sebastián, el hombre rubio y fornido, sin creer lo que veía—. ¿Cómo?

—La encontré merodeando y espiando —explicó Jessica con una sonrisa de satisfacción.

Sebastián inspeccionó al grupo y una sonrisa malévola se dibujó en su rostro.

—Parece que hoy la suerte nos favorece. No moriremos de hambre todavía —mencionó el hombre rubio y fornido—. Quítenles todos los alimentos y las armas —ordenó.

Jessica y su compañero de la lanza se apresuraron a confiscarles sus pertenencias al grupo.

—No —protestó David cuando fueron a sacarle su espada.

Wendelina le hizo una seña al muchacho para que no se resista. David cedió y, por primera vez, fue separado de su arma.

—Hola, Sebastián —saludó Sophía de manera amistosa.

El semblante de Sebatián se tornó sombrío y caminó lentamente hasta estar a menos de un paso de Sophía.

—Dame una razón para no ordenar tu muerte en este mismo momento —pidió Sebastián mirándola desde arriba.

—Bueno, en primer lugar porque me amas —bromeó Sophía tratando de calmar los ánimos—, solías decírmelo y espero que eso no haya cambiado.

El hombre rubio y fornido resopló y fulminó a Sophía con la mirada.

—Es cierto, solía estar enamorado de tí. Eras la persona más valiente y leal que yo conocía —confesó Sebastián—. Y mírate ahora: traicionaste a Malthus, a sus principios, fuiste tan cobarde como para no oponerte al rey Seky y a su magistrado Eleazar.

—Todos debíamos cumplir nuestros juramentos, Sebastián, tú lo sabes bien —mencionó Sophía.

—¿Y qué hay de Malthus? ¿No le debías lealtad a él? —cuestionó Sebastián—. Sabes que siempre mintieron. Ellos tienen sus manos manchadas con su sangre.

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