Capítulo 2: La celebración

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—No le escuches... No... Tsk —chasqueé la lengua, disgustada—. ¿No ves que es una trampa? ¡No puede estar más claro a menos que se ponga un cartel de neón en la frente!

Suspiré y dejé el libro sobre la mesita para ir a por un café, demasiado irritada para seguir centrada en la historia. ¿Por qué en las novelas románticas la protagonista tenía que ser siempre una completa inútil?

A estas alturas ya debería haberme cansado de leer ese género. Al fin y al cabo, ¿no era siempre lo mismo? Una jovencita dulce e inocente, preciosa pero humilde, con poca autoestima y que necesita un hombre que le diga lo maravillosa que es... y, por supuesto, tan tonta como para caer en algún problema del que la tenga que salvar el hombre en cuestión.

Seguí farfullando en voz alta mientras me servía una taza de café e incluso aún lo hacía, como si tuviera algún público al que convencer, mientras envolvía mis manos alrededor de la taza y calentaba de nuevo el líquido oscuro hasta dejarlo humeante. El café recalentado no olía igual de bien que recién hecho, pero no iba a tirar el resto de la cafetera por capricho. Así es la vida, no todo pueden ser primeras tazas. Por cada taza buena, había tres tan solo pasables.

—Eso es la vida en general —murmuré—: un día bueno y tres mediocres.

Seguí enumerando en voz alta todos los ejemplos a los que podía aplicar aquella regla. Y sí, lo hice aunque no hubiera nadie para escucharme. Hablar a la nada es el mal hábito de los que viven solos.

Y no es que el silencio me pusiera nerviosa y necesitara espantarlo parloteando. Estaba cómoda viviendo sola. Me gustaba ser dueña del espacio que me rodeaba, que todo estuviera a mi gusto y se hiciera a mi manera. Sin nadie que me molestara ni enturbiara mi paz.

A pesar de ello, era agradable tener visita. Planificada, por supuesto. Las visitas sorpresa son una falta de respeto al tiempo y la organización de la otra persona.

Eché un vistazo alrededor una vez más. El asado estaba en el horno, terminándose a baja potencia; los aperitivos fríos estaban en la nevera, también los postres. Y aunque encantar la escoba y el plumero me había levantado un leve dolor de cabeza, el resultado había sido más que aceptable. Ahora, tras una buena ducha, tenía unos minutos para relajarme leyendo hasta que todos llegaran y ya ni siquiera tenía migraña.

Con un suspiro de satisfacción por tenerlo todo bajo control, di un trago a mi café. Recordar que no estaba recién hecho apagó un poco mi buen humor.

—El sexo —añadí a la lista—. Uno bueno, tres mediocres.

Me reí entre dientes sin humor. No, el sexo no cumplía la regla. Eso o alguien se estaba quedando con mis polvos buenos.

Sí, así funcionaba mi mente. No era raro mantener más de un hilo de conversación a la vez, o volver a uno anterior aunque la mayoría de la gente ya lo diera por zanjado. Mi cerebro podía parecer desordenado, aunque yo prefiero verlo como pensamiento en multicanal.

Espera... ¿Uno por cada tres hombres o polvos en general?

Mi mente volvió a Dawlish a pesar de que intenté evitarlo.

—Habría que acostarse con él otra vez para probar esa hipótesis.

Sacudí la cabeza y aparté ese pensamiento. Ni siquiera debía bromear con ello, me dije, aunque mi tono hubiera estado lejos de ser cómico.

Volví al salón y di otro sorbo a la taza antes de dejarla junto al libro. Por un momento, lo miré con reproche. Tal vez leer tonterías románticas sobre pasiones desmedidas y poco realistas era lo que me tenía con la mente enturbiada acerca del hermano del fiscal. O no... En realidad, yo no era una mojigata atolondrada como esas chicas, no estaba buscando una ardiente historia de amor. Había echado un buen polvo y ya está, no tenía más importancia.

Palabra de Bruja IndomableWhere stories live. Discover now