CAPÍTULO II: LUO BINGHE AÚN CREE EN LAS ALMAS GEMELAS

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Luo Binghe aún buscaba a su alma gemela. Cada mujer que se unía a su harén era una nueva posibilidad a la que se aferraba. 


Sin embargo la marca espiritual en su muñeca izquierda había permanecido inmutable. Estaba completamente intacta y no había cambiado el absoluto por lo que jamás le había dado ninguna pista sobre la identidad de su persona destinada.


Todo lo que sabía era que su alma gemela estaba en algún lugar del vasto mundo. Y —cuando conquistara todos los Reinos— definitivamente la encontraría.


Porque Luo Binghe había desafiado al destino. Y —al final— todos sus sueños se habían vuelto realidad.


Lo más irónico y triste de todo esto es que tenía razón. 


Sin embargo, algunas veces los sueños se corrompían antes de volverse realidad.


Xin Mo cayó al suelo. Y —a pesar de la sangre tiñendo sus túnicas y del punzante dolor que recorría su carne— Luo Binghe había dejado caer su espada, totalmente estupefacto.


Su alma gemela siempre había estado cerca de él, pero de forma distante. 


Era la persona que jamás podría tocar por más que extendiera los brazos hacia él. Era quién jamás lo había mirado; quién sólo le había dedicado palabras de desprecio —frías y sin ninguna pizca de amabilidad—.


Era la persona cuyo toque lo había enviado al infierno y la razón por la que había regresado.


Shen Qingqiu.


Era a quien tan solo había podido atrapar valiéndose de cadenas y del derramamiento de sangre. 


Era el Maestro quien a pesar de haber sido encerrado en una prisión solitaria aún continuaba ignorándolo.


Todos habían abandonado al cultivador, todos lo odiaban y murmuraban su nombre con desprecio.


Luo Binghe podía cortarlo en mil pedazos y a nadie le importaría.


Shen Qingqiu era suyo.


Shen Qingqiu era su alma gemela.


Quizá eso explicaba la necesidad obsesiva que tenía de poseerlo y que ardía dentro de su pecho. Explicaría la búsqueda inalcanzable del cultivador; la necesidad de separarlo de todo y todos, de encerrarlo y finalmente obligarlo a mirar directamente sus ojos para que el erudito pudiera —al fin— reconocer su existencia.


Lo obligaría a decir su nombre (inclusive si fuese con la voz teñida de odio, con sangre en la boca o lágrimas en sus ojos).


Ya no deseaba ser llamado "pequeña bestia" sino "Luo Binghe".


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