Capítulo 1: De hienas y leones

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La rata me mira con sus ojos rojizos, detrás de los cuales no parece concebirse un solo pensamiento. Olfatea el aire, sus bigotes vibran. La cabeza sube y baja en un vaivén entrecortado, casi robótico. Detrás de ella se extiende su cola de apariencia compartida con una lombriz.

Me pregunto, pues, cómo será estar en su piel. Alrededor de ésta, se extienden hileras de cajas metálicas que albergan a sus hermanas roedoras. Se escucha el aserrín siendo removido debajo de sus pequeñas patas rosadas. Cinco, diez, quince, treinta ratas o más, viviendo bajo el mismo techo bajo.

Al comienzo de mi carrera, supe que un chico consiguió adoptar una. Luego de que la rata cumplió su vida científica útil, el doctor encargado del experimento le permitió al chico llevársela a casa. La rata vivió el resto de sus días en los brazos de un estudiante piadoso, en vez de pasar por la dosis mortal de pentobarbital sódico usada para la eutanasia.

¿Podría hacer lo mismo? ¿Me permitiría la Doctora Carla llevarme una rata?

En ese momento, escucho unos pasos acelerados acercándose. La puerta del bioterio se abre de golpe.

—Elena, ¡no vas a creerlo! El Doctor Ulises acaba de llegar.

Diego mantiene la mano en el pomo de la puerta. Su pecho sube y baja con la velocidad de un admirador exaltado. La luz del día, detrás de él, recorta la silueta de una bata de laboratorio impoluta, como en esos comerciales de detergentes.

—¡Ah! Pensé que su estancia sería hasta el próximo semestre. ¿Dónde está?

Me incorporo del suelo con un tronido de rodillas.

—Afuera del Laboratorio de Crono. Está hablando con el director —se apresura a decir, todavía agitado.

El Doctor Ulises. El nuevo trofeo del director para presumir ante las demás Facultades que recibe persona formadas en el extranjero. En este caso, la Universidad Rockefeller y otras cuantas. Me enteré de la existencia del Doctor Ulises años antes de saber que lo recibiríamos en la universidad. Lo anterior, mediante su apellido rimbombante: Villaseñor. El primer apellido de aparición en un sinfín de artículos científicos que tiene publicados, todos sobre ritmos biológicos, neurobiología y demás. En pocas palabras, un rockstar de las ciencias.

Me enfilo por el pasillo mal iluminado del edificio y al fondo consigo distinguir a tres figuras. Una de ellas, sin duda, es Diego, pululando alrededor de quien debe ser el Doctor Ulises. Mientas camino en su dirección, me retiro los guantes de látex y los guardo en el bolsillo izquierdo del pantalón. Las manos me quedan con una sensación de resequedad que sólo ese tipo de guantes dan.

Dejo atrás salones silenciosos, olvidados. Se han convertido en cadáveres arquitectónicos corroídos hasta los huesos, donde ya no queda ni un microorganismo aprovechándose de la carne en descomposición. Los edificios solitarios envejecen aprisa, he notado; igual que un cuerpo sin alimento.

El palabrerío comienza a hacerse más nítido conforme me acerco.

—Lo que se le ofrezca, Doctor. Ya tenemos listo su cajón de estacionamiento —comenta el director, a quien veo de perfil al llegar.

—Sí, muchas gracias Agustín. A partir de mañana me moveré en auto. Por ahora, estoy conociendo la vialidad de la ciudad. ¡Qué mal manejan aquí en Ozaltepec!

Así que, Agustín. Lo llama por su nombre, eh. Asumo que deben conocerse desde antes. El Director es un hombre delgado cual poste, de cabellos entrecanos que llena de gel hacia un lado. Y si tuviera que apostar, diría que está llegando a los sesenta años. Siempre va vestido de traje formal. A estas alturas ya he aprendido a que no me irrite la manera en que usa el cubrebocas: por debajo de la nariz. Acto que le vale para ser la burla discreta entre algunos alumnos y profesores.

Tira y AflojaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora