Capítulo 2: El mundo científico

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—¿Qué? ¿Cómo que no?

—No Elena, lo siento mucho. Debí habértelo anticipado, te pido disculpas.

Conozco a la doctora Carla desde hace cinco años y justo en este momento de mi formación, se le antoja adelantar su año sabático para parir a su hijo. Por si fuera poco, su ausencia encaja como llave en cerradura con la llegada del otro doctor fastidioso. En todo caso, comprendo que mi asesora tuvo un parto tormentoso con su primer hijo, por no mencionar algunos abortos flanqueando el evento. Ella ignora que conozco un poco del historial en su intento por ser madre. Lo supe, claro está, por Diego. El hecho de ser estudiante de doctorado, me contó él mismo, te da acceso no sólo a un sueldo más alto, sino también a chismes de la vida íntima de los doctores, que siempre me han parecido criaturas dignas de estudio.

Existe toda clase de enredos acerca de los profesores. Uno pensaría que, por ser científicos del Sistema Nacional de Investigadores, llevan vidas, digamos, serias. O mejor dicho, ausentes de problemas tales como cárcel... infidelidades, celos laborales, venganzas... entre otras cosas reservadas a aquellos que no hemos alcanzado el Olimpo. Resulta que cuesta imaginarlos en sus vidas humanas, lejos de los galardones, las publicaciones científicas y el porte intelectual que se cargan (algunos).

La doctora Carla en concreto, lleva una vida privada a rajatabla. Conozco poco de su matrimonio y de su vida antes de llegar a la universidad. A diferencia de otros profesores que organizan reuniones en sus domicilios de vez en cuando, ella mantiene cerradas las puertas de su hogar, tanto para otros doctores como para sus alumnos de posgrado. Evito darle muchas vueltas a su embarazo porque pensar en ello me lleva a imaginar a la persona, en este caso a la doctora Carla, teniendo sexo. Y eso, mezclado con la seriedad de su trato, es un tema inconcebible.

Tras unos minutos de mutismo mental, la computadora delante de mí cree que me he marchado y entra en un letargo que oscurece su pantalla. Diego se encuentra trabajando en un escritorio viejo a un costado de mí, a ciertos metros de distancia. No hemos cruzado palabra más allá del buenos días. Teclea de manera compulsiva y apunta en una libreta llena de rayones que alcanzo a ver desde mi lugar; él tiene su propio proyecto doctoral en el cual enfocarse. Nota que tengo la mirada posada en él y voltea; sus ojillos de ajonjolí me miran detrás de unos lentes de botella.

—¿Todavía estás enojada?

Resoplo y me echo hacia el respaldo de la silla giratoria.

—No, Diego... no me enojé. Pero admite que me viste en una situación incómoda y no hiciste nada, teniendo el poder de disuadir al director.

—Ay, Elena —es su frase para ganar tiempo mientras se le ocurre algo —, pero se trata del Doctor Ulises, ¿cómo te voy a quitar el privilegio de trabajar con él?

Emito un chasquido de disguto que suena a cerillo encendido.

—Para ti es un privilegio. Para mí, es perder el trabajo de un año y medio.

El comentario me sale más violento de lo planeado. Nos quedamos en silencio unos minutos más. El laboratorio es una estancia iluminada al modo de los hospitales; con luz blanca y potente. La diferencia es que su olor va más bien por el lado de toda clase de sustancias; desde preservadores de tejidos hasta medios de cultivo ya preparados, pasando por decenas de sustancias tóxicas. En realidad, cada laboratorio tiene su propio sello olfativo, que, con el paso del tiempo, deja de ser evidente para quien los frecuenta.

—Perdón —dice finalmente —¿Me disculpas?

Me dirige esa mirada complaciente que me apena provocar, pero al mismo tiempo mi pequeña victoria me anima. Con él siempre son victorias, para mí al menos.

Tira y AflojaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora