Capítulo 3: Falta de significancia estadística

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Las semanas siguientes no traen novedades importantes, contrario a lo que Diego espera. El doctor Ulises va y viene de la universidad, atendiendo asuntos que desconocemos; muy apenas se detiene a revisar nuestros avances en el proyecto que traemos en manos: reducción de masas tumorales mediante uso de melatonina.

Por un lado, me alivia en cierta medida su ausencia, pero al mismo tiempo es angustiante estar a la espera de su aprobación para avanzar en las pruebas. Soy consciente de que cuanto menos se involucre en mi proyecto, más factible es conseguir otro asesor. La cuestión es obtener luz verde con el Departamento de Posgrados, el cual tiene fama de inaccesible. De hecho, se han mostrado reticentes en una primera instancia, creo que no acaban de comprender cuáles razones podría tener para rechazar a un investigador que se codeó con Premios Nobel cuando trabajaba fuera del país.

El hecho de que el doctor Ulises no frecuente mucho la universidad me da otro hilo de dónde tirar. Argumento que, por la naturaleza de mi proyecto, el tiempo es un factor clave en los análisis, pues el cáncer de mis ratas no espera a nadie, ni a mí ni a un rockstar de la ciencia. El Departamento me pide paciencia, para variar; están cortos de personal. Sospecho que la verdadera razón es que la universidad no puede darse el lujo de mover al doctor como si se tratase de una pieza de ajedrez

Otro aspecto que ha hecho más tolerable estas semanas es que tampoco queda rastro del guiño que me dirigió el día de su llegada. A pesar de su ausencia, el doctor se porta con más formalidad de la que esperaba en las ocasiones que coincidimos. Lo pasado pisado, me convenzo, a punto de dejar atrás un bache en el camino.

~ • ~

Desde que comenzó esta dinámica de pandemia, el gobierno ha reducido el número de camiones del transporte público. Mucha gente dejó de transportarse a sus empleos, pero ahora el problema es que los trabajos comienzan a laborar con relativa normalidad y... ¡el número de camiones sigue siendo el mismo! Menos camiones, el mismo número de personas, igual a: más contagios.

Uno se acostumbra a los gobiernos ineptos de países tercermundistas como el mío.

En estos momentos no puedo arriesgarme a pescar el virus y perder semanas de avances. Diego se da cuenta de mi recelo mientras esperamos la llegada del camión en la parada más cercana a la universidad. Alrededor, otros colegas académicos esperan; algunos llevan audífonos puestos, otros mantienen conservaciones someras. La compañía de mis congéneres universitarios aminora el miedo que siempre representa la escasa iluminación de la avenida, por donde los gigantes metálicos circulan a velocidades peligrosas.

Pienso en mi padre y mi garganta se aprieta. En alguna calle de la zona más privilegiada ciudad, sus hijastros deben ir conduciendo autos que costaron seis ceros a la derecha. Me pregunto si el coraje que le guardo fue herencia de mi madre o si es algo propio.

Niego suavemente con la cabeza y permito que mis ojos divaguen alrededor del tráfico crepuscular. Lo cierto es que Diego tiene coche, pero acostumbra a despedirme en la parada antes de subir al camión. Es un gesto que tiene desde hace tiempo y no me doy cuenta de que lo necesito hasta que no tiene oportunidad de acompañarme.

—Vamos, te llevo a tu casa —me da un codazo en el costado. El viento nocturno le remueve sus cabellos oscuros.

Se lo agradezco con unos ojos de perrito hambriento. A decir verdad, mi círculo de amistades ya no es muy grande. He aprendido con el tiempo, que una vez fuera de la escuela, es complicado mantener el contacto. En la secundaria y en la preparatoria se tiene la certeza de que los amigos estarán ahí el resto de la vida, que seguirán viéndose cuando avancen en su estudios. Ése no fue mi caso. En la preparatoria era sencillo frecuentar a las amistades de la secundaria. Una vez en la universidad, lo propio sucedió con las amistades de preparatoria. Pero después de cursar la licenciatura completa y adentrarme en una maestría, esas amistades quedan lejanas. Sólo conservo a una buena amiga de la secundaria, Julieta. Y al dúo de Martín y Karina, ambos de la licenciatura. Nos reuniríamos con más frecuencia de no ser por la vida adulta, que nos pisa los talones o ya no ha devorado por completo. Además, claro está, del virus.

En medio de mis cavilaciones llegamos al edifico cilíndrico del estacionamiento; una construcción de concreto donde siempre se siente una temperatura menor comparada con la del exterior. Nuestros pasos resuenan en el pavimento grisáceo y lustroso.

El coche de Diego es un Golf viejo, tan viejo que ya no se sabe si su color original fue amarillo o café pardusco. Las puertas se cierran con un rechinido y por dentro tiene lo que él llama aire acondicionado integrado, que no son más que agujeros en la tela que recubre el techo y dejan ver la carrocería del auto. Oh, pero cuánto cariño le profesa a esta pedazo de metal. Era de su hermano.

—¿Y qué tal va la búsqueda de departamento? —pregunta de camino a casa de mi abuela.

—Pues... todavía no me decido por ninguno. Con el dinero que me sobra de pagar los servicios de la casa de Oma, no me alcanzo ni una habitación cercana a la universidad.

—Ay, esa maña que tienen los renteros de pedir meses por adelantado, ¿verdad?

He ahí la principal razón que me impide mudarme. El pago mínimo por adelantado que piden la mayoría de los renteros. Por ejemplo... ¿quieres mi departamento? Pues para cerrar el contrato, paga seis meses por adelantado. Seis meses o nada. Mi plan, desde que comencé a recibir el sueldo de la maestría, es juntar lo suficiente para pagar esos seis meses y tener un colchón de dinero para los meses siguientes.

Los demás autos nos rebasan a diestra y siniestra, pero el conductor estrella parece estar acostumbrado.

Cuando llegamos a casa, mi reloj de pulsera ya marca las ocho pasadas. Me apeo del coche y despido a Diego con la mano. La casa de Oma, mi abuela, está en una colonia que en su tiempo gozó de prestigio social; ahora, lejos de ello, es un lugar oscuro de paredes rayadas y terrenos baldíos sucios. Ella se niega a buscar otro lugar para vivir, pues aquí tiene todo tipo de negocios familiares; carnicerías, panaderías, papelerías, estéticas. Acostumbraba a ir andando a todas partes cuando salía de su recámara.

La casa está a oscuras y se oye el lejano rumor de la televisión encendida. Dejo mi mochila en el recibidor y me retiro el cubrebocas con la misma urgencia con la que me quitaría el brasier. A unos pasos de la entrada están las escaleras al segundo piso, que alberga dos habitaciones; la de mi abuela y la mía. A mi izquierda se encuentra una sala genérica de comercial de mueblería. Y al fondo la cocina, el sitio menos visitado por Oma. Tomo las escaleras y paso delante de la habitación de mi abuela.

—Ya llegué.

Alcanzo a verla reclinada contra el respaldo de su cama, debajo de las sábanas. La luz azulada del televisor la ilumina.

—Qué bueno, hija. Descansa —me contesta su voz desde el fondo de la habitación.

Un saludo por mero protocolo, fruto de la práctica.

Me pregunto si hoy ha salido de la cama. Como veo la casa tal cual la dejé, asumo que no. En el mejor de los casos, quizás haya bajado por un poco de comida a medio día.

Mientras preparo algo de cenar para ambas, coloco la computadora en la encimera con el fin de revisar mi bandeja. A la par que pongo el sartén en posición, saco algunos huevos del refrigerador, además de jamón y tortillas. Una buena salsita picante no puede faltar. Al volver a la pantalla, llama mi atención un correo entre todos los demás; se titula "Revisión Elena González", remitente: Dr. Villaseñor Castillo. Los dedos aceitosos se me resbalan en un intento por abrir el correo. Mi cabeza lee aprisa y no puede evitar brincarse renglones.

Receptor de estrógeno ERa no suprimido por melatonina.

Falta de significancia estadística.

CORREGIR.

La cabeza me retumba al punto de que no consigo leer línea por línea. Me restriego la cara con ambas manos. Las palabras se me caen de los ojos, tropiezan, se pierden y tengo que volver a empezar. Mi trabajo. ¿No ha resultado?

El estómago me punza y no por causa del hambre... hablando de hambre... mis tortillas ya se quemaron.

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⏰ Última actualización: Sep 25, 2022 ⏰

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