La fertilidad de Deméter

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Faina y Everett pasaron días juntos, fingiendo que él no tenía ni idea del engaño, y también noches en las que compartían lecho, pero lo máximo que se daban eran algunas caricias

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Faina y Everett pasaron días juntos, fingiendo que él no tenía ni idea del engaño, y también noches en las que compartían lecho, pero lo máximo que se daban eran algunas caricias. Habían decidido que era mejor no volver a dejarse llevar por la pasión, pues en principio no volverían a verse. Everett no sabía que ella tenía la semilla de la duda germinando en su cabeza y se estaba planteando si quedarse o marcharse con él.

Seguían enamorados, no lo podían ocultar más que de las otras amazonas, que parecían no reconocer tales sentimientos. Sin embargo, entre ellos estaba claro que se querían, que sentían algo fuerte el uno por el otro, y a Everett no dejaba de sorprenderle tal hecho, por más que se decía que alguien no puede enamorarse en horas como si fuera una película de Disney.

Pasaron más días de los que a Everett le habrían gustado porque, a pesar de que disfrutaba de la compañía de Faina, empezaba a deprimirle estar en esa isla que era más fachada que otra cosa: era hermosa, perfecta para pasar unos días de vacaciones, pero no todo lo que reluce es oro y él había descubierto muy rápido que tras lo que se veía no había más que gente bastante perjudicada psicológicamente... al final sí que eran como una secta.

Y lo que más le preocupaba al estadounidense era que sus padres estarían asustados, pues ya llevaba allí más tiempo de lo que les había dicho.

Una noche, sin embargo, Faina llegó con una sonrisa a la cueva y le anunció que estaba todo listo y que se irían al amanecer.

Por la mañana, no obstante, Everett se despertó solo en la cama y oyó unos extraños ruidos de fondo.

—¿Faina?

Cuando se irguió para buscarla por la estancia la vio inclinada sobre la bañera y pronto comprendió qué eran esos sonidos.

—Faina, ¿qué te pasa? ¿Estás bien? —preguntó, preocupado, mientras se acercaba a ella. Luego le sujetó el cabello casi rubio con delicadeza para que no se lo manchara, pues estaba vomitando.

Poco después, la muchacha tuvo un respiro y entonces Everett le dio la vuelta y colocó su brazo por debajo del cuello de la amazona. Así pudo ver que estaba algo pálida y se asustó aún más. La llevó hasta la cama y salió de la cueva corriendo y gritando en busca de ayuda.

La amazona más cercana no tardó en aproximarse a él.

—¿Qué pasa?

—Faina está enferma.

La mujer frunció el ceño y entró corriendo en la cueva. Everett la siguió rápidamente, pero ella no se quedó por mucho tiempo allí dentro. Le dijo que esperase y se marchó. Estaba por asomarse de nuevo, dado el tiempo que pasó sin que nadie llegase, cuando en la estancia entró una mujer pelirroja a la que apenas había visto desde que fuese con ellas a la isla. Se acordaba de su nombre porque parecía que era lo más parecido a una amiga que tenía Faina, pues se la mencionaba bastante. Era Cadie.

Crónicas: Cómo crear un monstruoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora