XXIII

109 9 3
                                    

1/2

✧CUENTAS PENDIENTES✧

—Están llamándome para que embarque, Nick, te dejo —me dijo que me quería y nos colgamos.

Si has llegado hasta aquí, te felicito. De verdad que lo hago, porque nuestra historia es jodidamente rara.

Después de esa cena con Nick en la que lo aclaramos todo, empezamos de cero. Nos volvimos a conocer. Lo borramos y nos enamoramos de nuevo, o más de lo que ya estábamos.

Después de esa cena, empezó finalmente nuestro juntos. El que duraría para siempre. O eso esperaba.

Pero recapitulemos antes de llegar a todo lo que los lectores queremos. El famoso final feliz.

Lo tuve. Es más, lo sigo teniendo. Y no me canso de él.

Me quedé una semana en Nueva York con Nick, en su apartamento. Nos acostamos, no besamos, nos acercamos sentimentalmente, y parecíamos una pareja de esas que llevan mucho más que dos años.

Hablamos los tres uno de esos días Josh, Nick y yo. Y arreglamos las cosas a medias. Seguía habiendo tensión, pero al menos ya no saltaban al ataque cada vez que uno veía al otro.

Pero llegó un momento en el que volví. Debía arreglar unas cosas antes que nada.

Llegué a Londres de nuevo con varios propósitos, pero el más importante, mi madrastra, Winona.

Llegue a la casa donde no querría volver nunca más después de estar ese día. Porque esa visita marcaba el punto y final de un capítulo. O directamente el de una historia.

Porque quería empezar una con Nick. Una nueva que empezara con la palabra juntos y también terminara con ella.

Toqué la puerta el día que fui a visitarla, con los nervios a mil. Solo quería una palabra de ellas, aunque no me perdonaran ni nada, solo una palabra, solo pedía eso. Porque me conformaba para cerrar esa historia.

—¿Eve...? —fue Zelva la que me abrió. Era la gemela que me caía mejor.

—Hola —se hizo a un lado y me dejó entrar. No sabía porque lo hacía, me esperaba un poco más de resistencia—. ¿Esta Winona?

Y aunque me había convencido de que solo quería una palabra, quería algo más. Mi dinero, y una respuesta.

—En su habitación.

Y subí las escaleras a su habitación. Con la mirada de sus dos hijas, sin importarme, seguí subiendo hasta llegar arriba del todo.

Entre sin llamar, me daba igual, no se merecía ese respeto de tocar la puerta.

—¡No quiero visitas! —se giró, porque estaba de espaldas a mí, y cuando me vio se quedó con la boca abierta—. Evelyn.

—Madrastra —apretó los labios en una fina tensa. Y a mi no me importo menos lo que le pudiera incomodar la situación.

—¿Que quieres?

Como si le hubiera pedido permiso, cosa que no fue, me senté en su cama. Me tumbé, mirando al techo.

—¿Por qué me odias tanto? —ella fue a decir algo, pero la corte—. Dimelo. Al menos me lo debes.

Su silencio se prolongó mucho, tanto que no pensé que no diría nada. Yo solo esperaba, pero cuando pudieron haber pasado diez minutos, porque no tenía prisa, y quería respuestas, me reincorporé para mirarla.

No sabía si diría algo.

—Me enamore de tu padre —empezó, levantándose de su escritorio, y acercándose a la cama—. Nos casamos, y aunque yo note que tenía todavía presente a tu madre en su cabeza, me convencí de que algún día la olvidaría. Pero nunca fue así.

Una Cenicienta DiferenteWhere stories live. Discover now