3.

103 14 29
                                    

.

.

.

.

.

3.

Cuando Marinette descubrió que Adrien era un sentimonstruo, pasó varios días dominada por la pena, el espanto, el miedo y también por la rabia. No recordaba demasiado de aquello, en especial, tenía la impresión de que durante aquellos días su cerebro se apagó hasta tal punto que no había tenido pensamiento alguno al respecto salvo, tal vez, no es justo.

No es justo.

Sí, recordaba haber pensado eso una y otra vez. Como un mantra inútil y desgarrador.

Pero nada más. No hubo más pensamientos. Se dejó arrastrar por esas violentas emociones hasta que estas explotaron dentro de ella, salieron al exterior y, cuando parecía imposible sentirse peor, la aplastaron con saña. Tuvo la certeza de que nunca cesarían, que jamás se libraría de eso, que no volvería a ser la persona que era antes de aquella experiencia.

Adrien era un sentimonstruo...

Y solo después de pasar por esos horrendos días convulsos y cargados de dolor, encontró algo de lucidez para decidir que jamás se lo contaría. Una parte de su raciocinio, desgastado y alterado, sabía que el chico tenía derecho a saberlo. Pero la parte de ella que lo amaba, que habría hecho cualquier cosa con tal de ahorrarle pasar por el sufrimiento que ella había padecido, se impuso.

Adrien no debía saberlo. Eso solo le haría daño.

Él era un chico normal, no sabía de prodigios y sentimonstruos más que lo que había visto durante los ataques de los akumatizados y en los sensacionalistas reportajes de televisión. No podría comprender la auténtica naturaleza de lo que era, solo recordaría que esos seres hacían daño, que eran crueles y repulsivas creaciones de Sombradóctero que vivían para aterrorizar a inocentes y después se desvanecían sin más, que su existencia no tenía más razón que esa.

Y ella no quería que el chico se identificara con eso.

Nunca.

De modo que calló. Y ocultó en su interior todo ese horror para que no molestara a nadie más que a ella, aunque incluso en ese momento, esa noche intempestiva, habiendo pasado ya un tiempo desde el descubrimiento, si Marinette pensaba en ello no podía evitar echarse a temblar.

—¿Tienes frío? —Le preguntó el chico, al notar su movimiento. Ella se encogió, agradeciendo la excusa y él se puso en pie con rapidez. Examinó el cuarto y caminó hasta la silla de ruedas que había sido olvidada en un rincón para coger la manta de tonos pastel que había sobre el asiento. Regresó al diván y se la echó sobre los hombros—. Ya está... a fuera hace mucho frío —Le contó, de buen humor—. El agua estaba helada.

—No has debido salir con semejante tormenta —protestó, cayendo de pronto en ese detalle—. Ha sido muy peligroso —Adrien, poniendo su voz de gatito, le recordó lo habilidoso que era y lo prodigiosos que eran sus saltos, con lluvia o sin ella. Marinette sonrió, entornando los ojos, y él, adivinando esa sonrisa conciliadora, se atrevió a alargar los brazos y rodearla, estrechándola un poco contra él. Un adormecido cortejo de mariposas despertaron en el vientre de la chica haciendo que su voz sonara más chillona, a pesar de sus esfuerzos por seguir susurrando.

Gatito... —Le llamó. En parte para recordarse a sí misma ese detalle que aún todavía se le olvidaba. Pero su voz ya no sonaba tan severa como antes, de modo que su compañero no se dejó impresionar y acercó un poco más su cuerpo—. Últimamente estoy notando más abrazos de lo normal.

Flores y TormentasWhere stories live. Discover now