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Aquel día no llovía. No obstante, Marinette corrió más rápido de lo que nunca lo había hecho, al menos, sin llevar puesto su traje rojo y negro y sin que hubiera vidas inocentes en riesgo a su alrededor.

Inició la carrera desde la puerta de su casa, cuidándose de mantenerse el mayor tiempo posible sobre las aceras a fin de evitar los peores peligros, de los más que seguros, tropiezos que tendría en su camino. De vez en cuando aflojaba la velocidad para respirar más hondamente, pero no dejaba pasar demasiado tiempo antes de volver a correr con todas sus fuerzas.

¡Era joven! Y la mayoría de las veces, una chica audaz.

Tropezó y cayó, por supuesto, alguna que otra vez. Y chocó contra algún incauto e inocente viandante, pero no causó daños mayores y por eso dio un saltito al llegar frente a la estación de trenes. Con esa energía y alegría entró al edificio y buscó, con celeridad, los paneles luminosos que indicaban los andenes y las horas de salida.

Entre grandes resoplidos e ignorando el dolor acuciante de su pulmones maltratados, repasó las pantallas hasta dar con el que buscaba. No conocía el destino, solo la hora de salida, y por suerte, no había ninguno más que dejara la ciudad en el mismo horario. Ni siquiera quiso pensar en el desastre que habría sido que dos trenes compartieran ese dato porque no habría sabido a cual dirigirse.

Pero solo había uno. Pensó que la suerte estaba de su lado por una vez.

Bajo las escaleras mecánicas saltando, ahora, con surrealista destreza. No se tropezó ni una vez, aunque los dedos de sus pies le ardían por la violencia de sus zancadas; las bailarinas no son el mejor calzado para correr. También notó, y más tarde haría una mueca al ver el moratón de su cadera, el incesante golpeteo de su bolsito durante todo el trayecto, a cada zancada y salto que daba, pero no se detuvo.

Esquivó a un par de señoras que arrastraban sus carritos llenos de maletas y a un par de hermanos que jugaban con un balón, rompiendo el andén por la mitad sin que nadie se lo impidiera. Se detuvo un momento y miró en una dirección y otra, pero Adrien no estaba allí.

Faltaban apenas cinco minutos para la partida del tren.

¿Y si no es este andén, después de todo? Se preguntó histérica. Volvió a girar sobre sí misma, revisando cada rincón, cada banco y a cada figura sentada en el suelo. No estaba allí. Puede que ya esté dentro del vagón se le ocurrió, entonces. Observó las caras que se veían a través del cristal de las ventanillas.

¡Por supuesto!

Eso tendría más sentido que el que se hubiera confundido de andén. Y desde luego sería más fácil echar un vistazo por ahí que no ir a recorrer el resto.

Marinette trotó hasta el final del tren y empezó a revisar los ventanucos. Acechó a un sinfín de desconocidos que saltaban sobre el asiento, inquietos, ante la visión de esa chica escuálida, con el rostro rojo y sudado, que les miraba con expresión de urgencia sin decir una palabra.

Dejó atrás más de la mitad del tren, cuando atisbó cabellos rubios en la siguiente ventana. Corrió hacia ella y le vio, por fin. El chico estaba en su asiento leyendo algo de un folleto.

—¡Adrien! —Le llamó, pero él no la oyó. Sin pensarlo mucho, alzó una mano que estampó en el cristal, haciendo que este diera un respingo, asustado. La miró, confuso—. ¡Baja, por favor, tengo que hablar contigo! —Tampoco oyó esas palabras, pero debió entender sus gestos exagerados porque miró a alguien que iba sentado frente a él y habló. Marinette esperó mientras él insistía a su interlocutor, y por fin, sonrió y corrió a salir de su compartimento.

Flores y TormentasWhere stories live. Discover now