Capítulo 2

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Hospicio Santa Catalina, Ciudad de Nusquam, año 2,195


Ser trasladada de orfanato en orfanato nunca fue fácil. Abandonar a los viejos amigos y dejar atrás ese ambiente que, aunque paupérrimo, era lo único que conocía como hogar, representaba un cambio que a menudo Eva no sabía bien cómo manejar. En especial en sus años más tiernos. Por supuesto, estaban el miedo y la incertidumbre sobre qué clase de cuidadores encontraría en su camino, pues desde muy corta edad comprobó en carne propia que no todo el que se declara un servidor de Dios es un alma caritativa, y que hay maldad mucho más allá de lo imaginable en algunas personas. Azotes, quemaduras y encierros prolongados en cuartos oscuros y estrechos eran solo un pequeño ejemplo de lo que Eva estaba acostumbrada a esperar de la gente que juraba protegerla.

Ahora, a sus diez años, y tras presenciar el brutal asesinato a golpes de Lizzi, su amiga y compañera de habitación, a manos de un cuidador ebrio e inexplicablemente obstinado en quitarle la ropa, Eva, como consecuencia de delatar al agresor, y para su protección según le dijeron, tuvo que pasar por cinco instituciones diferentes en seis meses, cada una peor que la anterior. Y ahí estaba, con la rebeldía como único mecanismo de defensa, sin ilusiones y muerta por dentro hasta el punto en que, dejadas atrás hacía mucho las esperanzas de ser adoptada, sus ojos perdieron la luz de la infancia.

Pero el Hospicio Santa Catalina, para su sorpresa, cuando menos de primera impresión, parecía un lugar diferente. La fachada era soberbia e impoluta, las paredes interiores estaban limpias, pintadas en verde oliva y adornadas con grandiosos cuadros en pan de oro que ostentaban imágenes de personas que Eva no conocía, pero que se veían importantes a sus ojos, y el mobiliario, muy lejos de los nidos de ratas a los que algunos asistentes sociales llamaban orfanatos, tenía el aspecto cuidado de los de las casonas renacentistas que Eva disfrutaba mirar en el libro de Historia que Lizzi llevaba siempre a todas partes, y que quedó manchado de sangre tras su muerte.

En general, Santa Catalina era a la vista como un museo lustroso con olor a ambientador de vainilla y desinfectante.

Una mujer de vestimenta seglar y grandes ojos azules, después de una inusual transacción que requirió de un intercambio entre brazaletes con el asistente social de turno a cargo de Eva, los hizo pasar a ambos a un ambiente de visitas para lo que llamó "el proceso de admisión".

—¿Estás seguro de que esta es la niña que acordaron con Mirko Morozov, Rubié? —preguntó incrédula, mientras escrutaba de arriba a abajo el cuerpo flacucho de Eva y su tez cenicienta, y la inspeccionaba un poco de un lado al otro como si la pequeña estuviese hecha de vidrio—. Está muy delgada, no la alimentaron bien —acotó después ambigua.

Eva guardó silencio. Le gustaba el lugar, olía bien, y ella estaba acostumbrada a tratos peores que miradas escrutadoras e inspecciones cuidadosas. Así que procuró verse lo más "apta" posible para ser admitida, cualquier cosa era mejor que el hueco de inmundicia y heces de donde venía, y Santa Catalina ni siquiera parecía un orfanato, era más como uno de esos internados lujosos, que Eva veía solo desde afuera, a los que le habían dicho que los ricos enviaban a sus hijos mimados para no perder el tiempo criándolos.

Sí, Eva quería quedarse.

—La niña es lista, señora Del Risco —aseguró Rubié con un tintineo nervioso en la voz y tomó asiento—. El señor Morozov dijo que debía serlo, y es obediente también... cuando le conviene —añadió cauto—. ¡Verdad, mocosa! ¡Responde! —se dirigió esta vez a Eva, que lo vio desprevenida e intercaló la mirada nerviosa entre él y la mujer un par de veces.

—¡Sí, señora! —se apresuró a decir después, mientras tronaba sus deditos flacos y asentía insistente—. Yo sirvo para lo que se necesite.

Del Risco la vio cordial, cálida de pronto, y asintió sonriente, pero regresó sus ojos severos hasta Rubié después.

Obliviscor ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora