Rizzo

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Aeropuerto Internacional de Brístol, Reino Unido.

Rizzo alternó la mirada del ticket de vuelo que sostenía entre sus dedos, al altavoz. Aquel que les recordaba a los pasajeros del vuelo 37 con destino Venecia, que su vuelo acababa de ser cancelado, por segunda vez. El altavoz continuó transmitiendo, por encima de las voces descontentas de hombres y mujeres que reclamaban en alto y malhumorados que llevaban ya un día de retraso, que aquellos pasajeros que ya no les interesase subir al avión, tenían el derecho de cancelar el vuelo. La compañía aérea se haría responsable y les reembolsaría todo el dinero. Algunos de ellos optaron por aceptar un billete alternativo con otra compañía que se encargaría de llevarlos hasta su destino. Muchos agolpados de cara al mostrador reclamaban el dinero. Otros seguirían esperando pegados al asiento con la espalda recta y tratando de relajar los hombros. No pensaban levantarse ni para ir al baño. El coste habría sido perder el asiento, y el vuelo ya contaba con dos cancelaciones. Rizzo pertenecía al cuarto grupo. Estos eran los mas calmados debido a la experiencia. Atrapados en la terminal, habían pasado la noche tumbados de cualquier forma y utilizando como almohada improvisada su equipaje de mano, pues en la mayoría de las ocasiones resultaba mucho más cómodo que la maleta.

Rizzo sentado en una silla inflable y sosteniendo su taza de café, observó a más de uno de ellos admirar, como se había adaptado a aquella inesperada situación. Se había montando su propia tienda de campaña y dentro se podía ver extendido el saco de dormir. Esperar no iba a ser un problema para él, mientras no se retrasará el vuelo una tercera vez. Aquel viaje tenía un motivo laboral, y a pesar de que su equipo no les esperaba tan pronto, quería antes de ponerse a trabajar, hacer un poco de turismo.
Volteó la cabeza hacía un lado al haber escuchado el 'clock' que hace una gota al caer.

—Agua, mar, océano, lluvia, ducha...

Un inquietante aire portando aquellas palabras le cosquilleó la oreja, pero junto a él no había nadie.

—Ve al baño —escuchó decir a una voz que Rizzo pensó que provenía de su mente—¡ahora! —Al contacto de una mano apoyada en su hombro, saltó del asiento. Se fijó en la taza de café que aún sostenía en su mano. Pasó la nariz por encima. Arqueó la ceja echando un ojo dentro. Aquello era café sólo, no le había echado nada de alcohol. De repente su vejiga se apretó y le entraron unas fuertes ganas de ir a orinar. Levantó el mentón hacía la cámara de seguridad. Sabía que podía contar con ella en caso de robo, no obstante no quiso dejar ni la maleta ni el bolso de mano. Ambos equipajes se los llevaría consigo adentro de los aseos.

El servicio del aeropuerto no tenía nada de especial. No tenía nada a destacar. Era espacioso y el servicio de limpieza lo mantenían limpio. Eso era todo.
Saludó inclinando brevemente la cabeza al hombre de traje de mandíbula prominente y agresiva. De ojos azules, verdosos y grisáceos, como sino hubieran llegado a un buen acuerdo y estuvieran enfrentados en un juicio, por la custodia del iris de los ojos. De cabello claro y barba definida, como si acabara de salir del barbero. El hombre vestido, como si trabajara en Wall Street, estaba frente al urinario blanco con las piernas ligeramente abiertas y la mano derecha a la altura de la bragueta. Rizzo liberó la maleta y dejó a un lado el bolso de mano. Como de costumbre, dejó un urinario de espacio entre ambos. Le incomodaba orinar tan cerca de otro hombre, le desagradaban las miradas cotillas. No es que tuviera complejo de miembro viril, la consideraba de tamaño estándar, no obstante nunca fue de jugar a 'espadas láser' en su infancia.

Soltó un suspiro de alivio al sentir la vejiga menos prieta, aquello era otro tipo de placer. Ninguno de los dos voltearon a ver al hombre que acababa de abrir la puerta, no hasta que sus maletas cayeron encima de las otras dos. Rizzo no le dio importancia, sin embargo al otro caballero se le tensó el cuello.

—¡Ten más cuidado! —espetó Lancõme rechinando los dientes, continuando hablando para adentro con un tono de voz casi inaudible, pero claramente disgustado—Maldito idiota.

—Perdón —Se disculpó y con manos torpes por los nervios acrecentados por la vergüenza, recogió las maletas dejándolas cuidadosamente tal cual las encontró.

El palpitar de la vena del cuello del caballero de corbata de rasgos marcadamente amenazantes, no parecía entender de disculpas.

Rizzo no abrió la boca, simplemente se la sacudió dos veces, se la guardó, se lavó las manos y sin perder más tiempo, agarró su equipaje y salió de allí pensando en abrir otra cosa. En abrir uno de los paquetes de galletas de chocolate que guardaba adentro de la tienda.

Rizzo avanzó rápido con la cabeza gacha, evitando miradas. No quería que lo reconociera nadie. Que reconocieran sus ojos oscuros, con la atracción de dos agujeros negros simétricos. Que reconocieran su tabique ligeramente desviado. Que reconocieran la cicatriz que tenía justo en el centro de la frente. Tampoco el corte en la ceja izquierda. Ni el hoyuelo en la barbilla. Más la probabilidad no era muy alta, era fotógrafo. No tenía que lidiar con los problemas que padecían las modelos que posaban para él. Él se mantenían detrás. Oculto tras la lente en un semi-anonimato. A muy pocos les importaba, quien era él. Podría ser la antítesis del prototipo de chico perfecto, que no cambiaría nada. Sus fotografías eran buenas, lo eran. Tenía talento para captar el momento exacto con el enfoque adecuado.

—¿Te estas comiendo mis galletas? —preguntó una vez introducido la mitad del cuerpo dentro de la tienda, a la figura oculta entre las sombras. Alzó el brazo al frente iluminando el rostro de aquel ser con la luz de la linterna del móvil, y como respuesta elevó las cejas al ver aquel rostro arenoso de ojos dorados como oro liquido, masticar el último pedazo de galleta. Su cabello cobrizo estaba decorado de engranajes y un reloj de bolsillo parecía estar sujetando de algún modo inexplicable aquellos hilos de oro, plata y cobre en un moño alto.

Rizzo fue agarrado en cuestión de segundos de la muñeca fuertemente, lo que le hizo escapar un chillido agudo, que no era la clase de sonido que uno espera que emita un hombre como él, antes de caer dentro. Aquello le puso la carne de gallina y envió un escalofrío helado por todo su cuerpo. Algo grande, algo inmenso pareció apartar el aire. Había demasiada luz, aquello era pura blancura que engullía el resto de colores. Lo último que vio antes de sentir su cuerpo descomponerse en pequeñas partículas fue el rodar de los ojos, un par de ojos rodando a gran velocidad en el que podía leerse un día y un año en específico. Fue la aparición en la piel de varios tatuajes recorriendo toda la piel como enredaderas que conectan unas con otras. Líneas brillantes en brazos, manos y cuello (hasta ahí podía ver) resplandecían con luz propia dibujando imágenes de relojes de diferentes tamaños y formas, sincronizados con un lugar diferente del mundo. También vio antes de desaparecer, la manera en la que las agujas del reloj, que en un principio tanto le había llamado la atención, comenzaron a ir hacía atrás a un ritmo delirante.

SeifleilianosWhere stories live. Discover now