Dior

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Dior ignorando la conversación entre Reylen y los dos agentes de ley,  caminaba con sus patitas de reptil, no prestando atención a la arruga pronunciada en la frente de Reylen ni tampoco al tic en la ceja. Toda su atención estaba concentrada en otro lado, estaba siendo acaparada por la luz fría reflejada en la punta de la bota del oficial. «Si te olvidas de apagar las luces, no culpes a aquel que tiene ojos de ver lo que escondes en la oscuridad» pensó Dior siguiendo el resplandor.

Colándose por el estrecho espacio entre el pilar de la pared y la estantería, Dior descubrió  una habitación secreta. Una habitación secreta, que no era una habitación; era un ascensor. Deshaciendo su esencia de Dragón de pared, tornó forma humana.

«Veamos que esconde en el sótano» pensó Dior caminando con los pies descalzos, sintiendo no solo el frio mármol bajo sus pies desnudos, sino también siendo consciente de las molestia que se habían tomado, en reforzar las paredes y el suelo para amortiguar el sonido. En el espacio cuadrangular no había mucho que mirar. Estaba bañado en blanco y lo único que sobresalía de las planchadas paredes, era un botón. Sin pensarlo dos veces, pulso el botón. En respuesta, la sala descendió llevándole a un iluminado y largo corredor de paredes blancas que comunicaba con diferentes cuartos. Cada puerta era idéntica la una con la otra. Metálicas, hacían del pasillo en el que se encontraba un lugar más frio. Todas aquellas habitaciones estaban vacías, todas menos una.

«Increíble» Se maravilló al ver a aquella mujer totalmente recostada en su asiento. Una camisa de fuerza y correas, la aseguraban en aquella silla, concebida con un atroz propósito, «freír» -literalmente- a seres humanos. «¿Quién anda ahí?» escuchó preguntar a aquella mujer que parecía que acabara de despertar de un sueño profundo. Aquel casco que tenía puesto en la cabeza no dejaba ver su rostro. No obstante, Dior pudo percibir un brillo especial en sus ojos a través de la máscara. Prestó atención a su piel más blanca que el color blanco de su camisa de fuerza. «¿Reylen, eres tú?» preguntó la mujer agitada forcejeando contra sus ataduras. Dior, se tapó los oídos tras el repentino sonar de alarma proveniente del monitor. Las constantes vitales de aquella prisionera iban a acabar con aquel aparato. Maravillado Dior abrió los ojos doblemente al percatarse de las pequeñas pompitas de fuego, levitando alrededor de las yemas de los dedos. Momentos antes de desaparecer evaporadas por el vapor de agua que forma parte de la composición del aire. Algún tipo de artilugio mas poderoso que aquella máquina y  todas esas correas y arneses debía de estar manteniendo a aquella joven en un permanente estado de debilidad.

«¡Cómo te atreves a mirarme después de lo que hiciste! ¡De lo que nos hiciste! ¡Eres un demonio! ¡No tienes corazón ni alma!».

Dior conteniendo una risa con la mano cubriendo la boca estuvo tentado a hacerle saber a aquella desconocida que él no era quien ella decía ser, pero resultaba tan divertido verla revolverse en su asiento, que simplemente se mantuvo en pie observando el espectáculo. Dio un respingo sorprendido por la repentina sacudida eléctrica que acababa de recorrer el cuerpo de aquella mujer, infligiéndole un dolor intenso y un sufrimiento agonizante, que le tiró de la cabeza para atrás y luego, luego no hubo más que silencio.

—Seifleiliana—siseó Dior avanzando por el largo corredor.

Examinó el resto de habitaciones que comunicaban con el corredor, pero estaban deshabitadas. Al fondo vislumbró una puerta distintas a las demás. Esta comunicaba a una sala grande con forma cuadrada. En su centro habían mandado construir una jaula modular de acero templado, convirtiendo la sala en una prisión. Divisó en su centro a un hombre ya en sus cincuenta, practicando Taichí. La túnica blanca ceñida a la cintura le iba una talla grande y, sus zapatos lucían desgastados con arañazos en las puntas. Aparentemente no parecía haber percatado la presencia de Dior. Al menos, no dio ningún indicio de ello. Molestamente curioso, Dior seguía cada patada y puñetazo que ejecutaba fundiéndose en el espacio en una danza milenaria practicada por millones de personas . Los movimientos eran precisos. Y lo suficientemente lentos para exasperar a Dior. Y lo suficientemente fluidos para quemar, toda emoción que no fuera envidia y celos. Dior tensionaba tan fuerte la mandíbula, como los puños extendidos a los costado. La técnica de la mancha blanca era enervantemente impecable. Le irritaba. Le irritaba la piel el verlo tan fresco. Había terminado y, ni una gota de sudor asomaba por la frente de cabellos encanecidos, repeinados hacía atrás y recogidos en un moño impecable. Ninguna muestra de esfuerzo Iba a circular, por las marcadas líneas de expresión. Líneas de expresión cargadas de masculinidad. La mirada de Dior era odio contenido. Si las miradas mataran, el prisionero ya estaría muerto. Y no por una cuchillada en el vientre. Y no por una bala. Y no por una herida infectada. Y no devorado por ratas. Y no por una soga. Y no por instarlo al suicidio. Y no por llevarlo hasta la guerra. Y no por intoxicación. Y no por hipotermia.  De odio. Y el odio es como la oscuridad. Esta en todas partes. El odio es universal. Da igual lo mucho que trates de huir de el. El odio siempre te encuentra. Con otro rostro. Con otro nombre. Y Dior, no era solo Dior. Dior solo era el primer nombre de una larga lista de nombres con los que sería reconocido en el futuro. Reconocido, perseguido y temido.

SeifleilianosWhere stories live. Discover now