Conesa

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Un recuerdo se superpuso. Debían haber pasado días, tal vez semanas por el estado de deterioro en el que se encontraba Kaleb.

Durante unos segundo en el salón solo se escuchó el crepitar de los leños.
—Hoy tienes que ir al lago —dijo Reylen. Sentado en el sillón, pasaba las paginas del libro que sostenía entre sus manos. Hablaba relajado tratando de no transmitir sospechas de desconfianza. Tratando de transmitir seriedad, sin ser mandón. Tratando de que hiciera lo que tenía que hacer, sin debatir. Sin discutir—. Perder el favor de la diosa Selene, tendría un costo irreparable. La humanidad cuenta con nosotros. El mundo nos necesita. Somos —levantó la vista cerrando las solapas del libro de golpe—, importantes.

«El mundo está muy equivocado con respecto a nosotros. Creen que los seifleilianos no creemos en nada, pero lo cierto es que somos una raza que desde que nace se le obliga a ser creyente. Los ateos y agnósticos acaban muertos» pensó Kaleb ahí de pie, en el comedor escuchando a Reylen hablar sobre la importancia de la oración del plenilunio. Jurando que en aquellos ojos se ocultaba una mirada clínica. Jurando que en el momento en el que Reylen cerró de golpe el libro, sus reales intenciones para consigo mismo, habían sido descubiertas mucho antes de ser ejecutadas.

Otro recuerdo se superpuso.

No hay mas luz que la luna y, al no ser noche cerrada, es suficiente. Suficiente para lo que ha venido a hacer, que es, no hacer nada. Kaleb no iba a cruzar la poca distancia que les separaba de las aguas del lago. No iba a quitarse los zapatos, calcetines y el resto de prendas, y meterse en el agua. No iba a sentir los beneficios del baño de la luna. No iba a explotar en partículas de luz. No iba a eclosionar. No iba a sentir el dolor de mil agujas clavándose en su piel. No iba a rezar. No, no iba a obedecer a Reylen.

Ningún pájaro cantaba a destiempo a altas horas de la noche, ninguna ardilla andaba despierta, saltando en las ramas. Sentando sobre la hierba frente al lago observaba deprimido la Luna. Una de las 150 lunas que orbitaban los planetas del sistema solar. Sintiendo la hierba fresca, como esponjas absorbiendo todos sus pescados. Alzó la barbilla. Había notado que a lo largo de la historia de la humanidad. Las victimas siempre que se encontraban delante del fusil. Delante de la horca. Delante de la muerte. Siempre, siempre miraban al cielo. Observó a la redonda luna frunciendo los labios, como si hubiera visto a alguien que no fuera de su agrado, para luego deshacer esa mueca en otra muy distinta, una sonrisa de medio lado, que expresaba cierta victoria amarga. De repente, sintió un dolor punzante en el pecho, como si millones de avispas formando una espada, hubieran aguijoneado su corazón. Se llevó las manos al cuello. Alérgico a su propia existencia, se le puso dura la nuez al obstruirse las vías respiratorias. Postrado en la hierba todo lo largo que era, presó de convulsiones, noto de su cuerpo emanar un halo luminiscente, que avivó el verdor de la hierba a su alrededor.

Hacía demasiado tiempo desde la última vez que abrazo a alguien. Y no sabia, si contaba como ‘alguien’ abrazarse a sí mismo. Pero en aquel momento no pudo evitarlo. Cuando comenzó a llorar, se abrazó mas fuerte.

«Te extraño, pero hay luna llena esta noche, lo que me hace pensar en ti —Kaleb meneó la cabeza hacía los lados—. No, no es cierto. Siempre estas en mi mente, sin embargo la luna me hace sentirte cerca, ya que sin importar lo que este haciendo o donde estas, la luna nos conecta. Esta luna siempre será del mismo tamaño que la tuya. La luna fue nuestro hilo rojo. Nos junto y ahora  —cerró los ojos esbozando una expresión de absoluta paz interior en su rostro—, nos separa», pensó antes de entrar en fallo cardiaco.

No pudo asegurarse cuánto tiempo estuvo ‘muerto’, ya que nada mas despertar, el puño de Reylen hundió todos los rasgos de su cara fuertemente de un solo golpe. Lo que sí que le dio tiempo a asegurarse, fue el cambio que se había producido físicamente en Reylen. Estaba más alto. Sus extremidades se habían estirado. El bulto en el cuello había pasado de ser un guisante a una nuez. Y los rasgos de la cara ya no eran tan infantiles, ahora tenía una cara más madura. A pesar de ello o, por la suma de todo, nadie que lo mirase dos veces le echaría mas de ventipocos.

SeifleilianosWhere stories live. Discover now