Abre la ventana, déjame entrar

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Separas los párpados con un rastro viscoso, en el cenit del vértigo, después de tanto columpiarte a su lado. Aquel mismo sueño ha terminado de escurrir, como una cosa blancuzca en la boca. Suspiras. Una gota de granada permanece entre las piernas como reminiscencia del pecado; al igual que la saliva dulce bajo la lengua, incluso si la angustia te ahorca. Aprieta con los muslos, pesa sobre tu cuerpo lánguido, de huesos largos y piel tan suave. Yaces tirado sobre aquella cama de sábanas impecablemente blancas. Habitas en esta casa de muñecas polvorienta, arrumbada, con tu corona de príncipe tonto; pero has masticado y después escupido sus rubíes, pedazos de tierra infértil, entre los matorrales. Ruegas a tus miembros levantarse, funcionar, por el bien de las flores, de las amables lombrices. Pero resulta tan difícil.

Te detienes. Sospechas que, tras los libreros de la biblioteca, bajo las alfombras rojas del salón principal, se esconden calabozos con cadáveres secos, casi transformados en polillas. Podría ser la piedra helada, tapizada con patrones de flores marchitas, omniscientes hasta enloquecer; o la monstruosidad de sus techos y corredores negros. Aquí, sobre el colchón, no deseas descubrirlo. No bostezas, tus ojos no lloran. Sólo la mirada se alza, agrietada. 

Son las cuatro de la tarde, escuchas el susurro de las manecillas, las voces de los niños. Esta es tu mañana, la cotidiana; ellos lo recitan de memoria, que eres diferente, que tomas pastillas, que cojeas del cerebro. Usas camisas de seda, no de algodón, y portas un muñón en la cabeza. Tomas clases en solitario, al lado de una maestra insomne, muy desafortunada o quizás hambreada; te abstraes entre tus flores durante la noche, porque temes al día. Los ojos del sol son siniestros. El jardín es tuyo; sólo se los prestas para jugar en tu ausencia. El taller no; su llave pende de tu cuello, duerme sobre las costillas que se marcan bajo el pecho de luna en ascenso.

Lo miras con rencor. Ahí está, el astro de fuego. Sólo una franja, sólo aquella separación entre las cortinas permite a su luz penetrar en la alcoba e iluminar los lunares de tu rostro. Dos pequeños sobre la mejilla; el otro, el mayor, cerca del lagrimal contrario. Te llamas Carmín, o Sunghoon, es lo mismo para tu violencia. Te declaras alquimista, pero tu verdadero título, impuesto por los otros, es el de floricultor nocturno. Jardinero, come-tierra, chupasangre, pronunciarán los que te desprecian en secreto. Cuando te levantas, han clausurado los balcones, justo a tiempo. El orfanato yace exento de aquel invitado no deseado... por ti, al menos; es tu mandato, el de tu padre y sus riquezas heladas. 

Tus compañeros se asfixian, son oprimidos, pero todos te respetan y no dicen nada; incluso se han acostumbrado a la varilla en sus espaldas. Por eso cuidan tus frutos, no los tocan, ni mancillan. Si acaso alguno aplasta por accidente sus pétalos de monarca, mirará con horror al resto, corriendo despavoridos como gatos. Un soplón vendrá reptando y te lo dirá: esta es su cara, castígalo. Pero no. No hay pasión en tus dedos de uñas largas que anhele la brutalidad, ni un ápice de venganza. Los cadáveres no padecen fiebre, ni cólera, sólo les crece el cabello. El tuyo es la noche, y cae con delicadeza sobre tus sienes. Acaricia los pómulos resaltados de un rostro adolescente, paliducho.

Anotas con la mano cansada. Hoy son Matemáticas, Geografía, Historia. En el comedor, te encuentras con ellos, que toman por cena lo que para ti es desayuno. Los pantalones cortos, negros, dejan ver un cardenal fresco sobre tu rodilla. Se difumina como acuarela creciente; vino regado sobre el mantel, la sangre de una niña recién desnucada. Jungwon, que es Granate, lo señala. Ah, no tienes idea de cómo llegó ahí. Sólo duele si lo tocas, de lo contrario, ni siquiera lo notas, acostumbrado al sopor de las pastillas y a las dolencias sempiternas. 

Bajo la luna, mientras todos duermen, organizas las semillas, los materiales. Investigas el tratamiento de las almendras importadas que recién arribaron por correo, en tus libros de botánica adornados con mil ilustraciones de genitales plantae. Es calurosa. Pronto saldrás a trabajar sus pétalos, los perfumes que exuda el alba.

Cuando tocan a la ventana.

A medianoche.

Un quejido, una gota de sangre-almíbar sobre tu boca que no esperabas. Lo sabes, te has acostumbrado al silencio, a la soledad. La seguridad que brinda la negrura, tan hermosa. Y temes que sea el sol, impertinente, deseando entrar.

 Y temes que sea el sol, impertinente, deseando entrar

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❀ Y vomito flores ; Sungki/Hoonki ❀Donde viven las historias. Descúbrelo ahora