Mis sueños son hermosos o grotescos

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Parasomnia en flor. Un prado escarlata se mece apenas con el anochecer, calmado. Aún encuentras el sol, que durante ensueños no lastima. Cuando se mancha de rosa, es sagrado. Observas también a la luna, oculta tras los cerezos llorones, apenas como un destello. Muta a jovencita traviesa, que sonríe invitándote a jugar bajo el encaje de su falda vaporosa. El viento es cálido, acaricia tu cuerpo desnudo. Tal vez desollado, no puedes saberlo. Tus pestañas, tus sentidos, no responden; has sido atado con dulzura por enredaderas llenas de retoños. Y tus extremidades, pesadas, duermen profundamente. A pesar del horror nostálgico que inhalas, piensas que es grato hallarte aquí, ahora mismo, recostado. Es tu vergel consumado, aquel que procuras cada noche de primavera. Observas. De tu tórax brota una larga rama, en la que fuiste estacado. Atraviesa tu carne, los órganos del vientre, la vara erguida; quiebra huesos, cálculos, tumores. Gotas de sangre fresca escurren a lo largo de la corteza. En su punta, han brotado hojas, algunas gladiolas. Y una familia de tres orugas gruesas, anillos coloridos, se arrastran con sus dientes afuera, en busca de comida. Es tan dulce, la mermelada en tu boca. Frutos rojos perfumados. Gelatina de moras silvestres y capullos.

Así, prisionero de Venus, distingues entre los botones sonrosados a una doncella. Sus piernas blancas se esfuerzan por avanzar sobre la tierra, pues arrastra un bulto. Camina entre insectos y tarántulas, mosquitos que hurgan en el bistec dentro de sus bragas. La tela color hueso es ensuciada con polvo negro, un carmín lozano, abundante, desde su interior. Sus largos cabellos vuelan en el viento. Es tu reflejo. Sunghoon, eres tú; aquel saco, su contenido, lo cercenaste con tus manos. ¿No lo recuerdas? En otro jardín, después de aquel abril distante. El prado, que es vampiro robusto, se alimenta con su pulpa. La luna rebosa erecta, cual granada. Son rubíes sus granos aterciopelados. Tiene memoria, es tu templo, la madre. Los crímenes de picaflor que apuñalaste, vuelven como cuerdas de shibari entre las ramas de aquel árbol. Cae un cuerpo, pies descalzos, con sus muchas dentaduras, espinas, lluvia de miembros amputados, y la luz solar se estrella contra tu cabeza. Se sienta en tu cara, te ahoga. Escuchas un bramido de animal, o de virgen, y en la oscuridad del sexo-bistec enfrentas unos ojos rosas, antes del grito.




Despiertas con una vara crecida, erección punzante. En tus guindas hay amor, y grima con gusto a durazno y a hueso. Sobre el tocador, ante el gran espejo, reposan tus sedas dobladas. Una sombra ha venido a dejarlas, y a mirarte dormir. Alcanzas a distinguir su cabellera nacarada ante la lumbre, bajo la penumbra. Pintura en claroscuro. De pie, lo descubres. Esta cadena plateada, la de tu nacimiento, nunca fue de oro rosa. La colocas en tu muñeca sin decir palabra, abajo adolorido. Por lo menos, el lunar continúa allí, cercano al racimo-lagrimal. Acomodas los cabellos negros, un listón de luto al cuello. Resuenan los tacones escolares por los pasillos de hielo, en la estación más enamorada. Silueta de príncipe asiático.

Ante el último vitral de la biblioteca, el de los resplandores rojizos, conversas con la mujer mirando su enagua. Es una confesión; te descubres con las manos juntas, la vista baja, casi de rodillas.

—No me siento bien. Creo que mi salud, la química de mi cerebro, está empeorando. Últimamente mis sueños son horribles, vívidos. Y no puedo despertar.

—¿Estás tomando tu medicamento?

—Sí, todos los días, como un ritual.

—¿Desde cuándo?

—Desde aquella noche, cuando el último niño llegó.

—¿Nishimura Riki? Ah, creo que estás agotado, mira esas ojeras, te has estado arrancando los pellejos de la boca. Quizás ayudarlo te causó una gran impresión; eres un chico muy sensible. Un verdadero artista. ¿Te parece si descansas mañana viernes? Ya viene el fin de semana.

Pero no la escuchas, sólo dudas de la veracidad en este plano, en los ojos despiertos.

—Nishimura... él vomitó ¿verdad?

—Sí, el pobre tenía una infección estomacal, pero ya está mejor.

—¿Infección? ¿Entonces la albóndiga...?

—¿Qué albóndiga? ¿De qué hablas, Sunghoon?

—Nada, yo...

—Anda, tienes hambre. Vamos a comer, en familia —hace una pausa. Se esfuma la ternura materna nunca existente. Bajo los lentes, en las comisuras de sus labios arrugados, radica la indiferencia. Y te amedrenta su dureza repentina—. No hace falta que llame a tu papá ¿verdad?

—No, no, estaré bien. Sólo... me siento aturdido.

Durante el festín sediento, bajo los candelabros, los siete vampiritos comen, ríen, brindan. Sangre de ave, un muerto delicioso; y uvas, y nueces, y almendras convertidas en masa madre. La leche se impregna a los bigotes desenfadados de Jongseong. Tú estás a la cabecera, sin pronunciar palabra, como ausente. Ellos se la comen viva, a la criatura, mientras tú sólo revuelves el puré de batatas entre las uñas del tenedor. Tu reflejo se prolonga; en la plata, sobre el cristal. Ni un trago a tu copa. Desconfías, podría estar envenenada. O escupida, que es lo mismo. Sunoo aplaude mientras Jungwon intenta formular un acróstico, sílaba por sílaba, en torno a las cualidades de Shim Jaeyoon. Juegan a las palabras, y después a las adivinanzas. Nadie se percata de nada; nadie tiene idea. Sunghoon no está, carmín se ha ido; se desliza muñeca por muñeca, en busca de su cadena. La encuentra, tan sutil, bajo la manga del intruso; como una carta, cual poema secreto. Confesión de amor, declaración de guerra. Ni siquiera lo confirmas, ni ves con claridad, sólo es lo que decides creer. Pero ¿no parece tan amigable? ¿Tan inocente? Su humor es tontorrón, incluso genuino. Como si hubiera transcurrido ya una noche de un mes, o un lustro, con los brazos enredados entre ustedes. Siete, un número impar, cabalístico. Nunca te han gustado de esos.

Incluso le han cortado el cabello. Lo porta como todos, áureo, impecable. De pronto te mira, esa carita de muñeca nipona. Y sonríe. Es la misma expresión de aquel entonces, cuando plantó en ti retoños granates, la noche de las fantasmagorias. Algo en él resulta enervante; está confundido, es amigable. Duele reconocerlo... que él tampoco lo sabe. Nadie en la mesa se percata, sólo tú. Pero entonces le asignan tu acróstico, y Riki habla de hielo, eres un lirio que crece en invierno, bajo las estalactitas de una enorme cueva. Esto, de alguna forma, hiere. Mucho. Porque la cuarta estación es muerte, y tú anhelas la vida, aunque te arrastres de noche, aunque te incendie su cielo. Por eso eres botánico. Lo intentas. Todos esos pensamientos, sospechas, pavores... los lamentas. Quizás deberías aumentar la dosis, porque estás enfermo. Adormecido. No puedes confiar en tu propia narrativa. Fue un accidente confundir su belleza tan ingenua con la de los claveles. Pides una disculpa en silencio. A sus espaldas, en la escalera, decides ser su amigo. Sus dedos apenas rozan. Él inhala, contento.

 Él inhala, contento

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hayleemorice

❀ Y vomito flores ; Sungki/Hoonki ❀Donde viven las historias. Descúbrelo ahora