En la oscuridad, estás llamándome

144 11 2
                                    

Desde aquella noche violada por el sol, encuentras invertido el péndulo de tu habitación al amanecer. Empotrado en las flores. Es carne molida. Descubrirlo se siente como despertar adolorido del sexo, tras abandonarse al beso de un vino agrio. Las falanges de quién sabe quién dejan un rastro rojo, justo en la punta. Tan pequeño, tan vulnerable, gusano carmín. Piensas en tu viuda negra, en una planta carnívora de dientes crecidos. Buscas algo más, otra profanación en tus pertenencias, un hueco, una mancha carmesí. O negra, o violácea, como el cardenal que se difumina en tu rodilla. Te sientes molesto, transgredido. La imagen de tu armario permanece estática, como tus ojos, y comienzas a dudar.

A rose is a rose is a rose is a rose is a rose is a rose is a rose is a rose is a rose is a rose is a rose is a rose is a rose.

¿Has dejado las camisas acomodadas en esta secuencia precisa? No, hay algo extraño, como dislocado. En la nuca se instala el miedo a volver la cabeza, toparte con su sombra desplegada. Un torso. Lo repites. O puede que no, eres incapaz de distinguirlo. Tu nombre pierde significado. Ahora mismo, son las siete, pero ¿crepúsculo? ¿Día? Te asomas. El cielo se torna rosado, espumoso. ¿Las vértebras de un sol parasitario invaden, o acaso huyen de este organismo magullado que es el cielo? Ah, el llamado a la cena-desayuno recoge tu cabeza y la coloca en su sitio con engrudo... bueno, quizás un poco desviada. Cae la noche, cae la lección de lengua extranjera, de literatura, biología, física. Trepan las hormigas aladas por tus dedos; son adornados por rubíes diminutos, puntitos ardientes que exudan sanguaza. Hay tierra bajo las uñas. Olvidaste los guantes.

Decides tomar un té que relaje tu espalda erizada. Sólo la luna y las llamas azules de la estufa iluminan la cocina. La planta eléctrica deja de funcionar a las dos de la mañana. El agua hierve, grita la tetera desgarrando el silencio. Coges tu taza, sirves la baba floral, sin miel, sin azúcar, cuando escuchas pasos justo sobre la tapa de tu cráneo. Las manos huesudas se detienen en seco. Alzas el rostro, en tu cuello largo luce sombreada la manzana de Adán, la yugular rebosante en sirope anémico. Recorres los pasos con la mirada, en la madera sombría. Allí se encuentra tu taller. Temeroso, compruebas que la llave se encuentre en su lugar, sobre tu pecho. Ahí duerme; tu corazón se dispara al sentirla. Entonces ¿cómo? ¿Quién se arrastra en cuatro patas a través de tu vergel, tu templo sacrosanto? Un murmullo gutural apenas reverbera, lento, apoderándose de la casa. Las flores de los tapices tienen la voz de una anciana muerta. Entonces abandonas tu menjurje tintado con grana cochinilla, y corres aterrorizado por los pasillos negros que ya conoces de memoria, como un ciego en su tumba.

Avanzas a grandes zancadas, escaleras arriba, hasta que te topas con la puerta abierta. Tu alcoba la toleras ¡pero el taller! ¡El taller! Tu libreta de botánica se encuentra bocabajo, en el suelo. Han leído la página del geranio oscuro. La foto de mamá reposa entre cristales. Buscas con la mirada al responsable. Sospechas que podría portar un cuchillo. Pero no hay nada; sólo tus libros, tus macetas colgantes, las flores que siempre observan en silencio, el balcón cerrado. Hace frío. Tu imagen se proyecta en el gran espejo, pero no deseas mirar. Lo cubres con una manta sucia, colocas las cosas en su lugar. Mañana recogerás el vidrio estrellado del portarretratos.

Esto es inconcebible. Cargas los nervios de punta. Es una excusa, pero ¿para quién la formulas entre tus labios secos? ¿Para Dios? ¿Para el íncubo que se arrastra? De pronto te sientes ridículo, avergonzado contigo mismo. Sales, cierras con llave. Observas el hueco negro del corredor, eterno. Caminas de vuelta, más tranquilo, pero aun, como por accidente, cuidándote las vértebras. Por fin pisas la duela de la cocina, cuando lo miras: la fantasmagoría, el ángel deforme, ante la luna. Tan irrespetuoso, le da la espalda. Aquella luz de plata difumina los bordes de su efigie, de por sí tan frágil. Parece antigua, de otra época, en la que tú habitaste también. Huele a hollín, a perfume de gardenias. Porta el mismo camisón blanco de dormir que el resto de los huérfanos, pero a él le sienta viejo. Como una prenda que espera a su dueño desaparecido, oculta en el ropero, a su medida. Sus dos manitas blancas se alzan, sosteniendo los cabellos lacios, casi níveos, tras las orejas. Está inclinado ante la mesa, y un hilo de saliva aún conecta sus labios con la infusión que preparaste. Un escupitajo flota en su superficie. Continúa fluyendo, cae, transparente, más acuoso. Lo observas, es el hilo de una migala.

Y devuelve el gesto.

Hay en sus pupilas tanta inocencia, la tristeza linda, dulcísima, de Ofelia. Nishimura. Guinda. Desearías apuntarle con tu garra aún terrosa, o una flecha plateada. Señalar el dolo en sus pasos, la crueldad de su boca, la fealdad bruta en su alma pervertida... este descarado intento de asesinato. Sin embargo, cuando toma la porcelana entre sus manos de yemas rojizas, y sostiene las llagas que se forman en su hervor... resuena una melodía. Lejana. Un arpa melancólica. Avanzas a su encuentro inmerso en una especie de sonambulismo mágico. Autómata. Él ofrece su cáliz infeccioso, y sonríe. Observas los lunares de su barbilla. Los reconoces. Un origen primitivo, casi olvidado; la placenta que destila con el barro. La vida, su muerte. El excremento, sin tiempo, ni espacio. Cuerdas rojas, amarres. Sólo sangre, venas compartidas que se prolongan por largas extensiones de carne. El sabor de una semilla, los frutos secos.

Empinas el té, que escurre quemando tu garganta; te atragantas sin parar, trago tras trago grueso, hasta la última gota. Puedes ver el fondo de la porcelana brillante. Con la lengua que escuece, deseas tocarle. Por un segundo la tienes, ¡la luz! ¡La verdad en su horror! Pero él ya no está. Y lo olvidas. Sólo resta su aroma solar inundando la cocina. Los claveles han endulzado aquella tisana, ahora dentro de ti. Limpias los pétalos restantes en tu boca con el reverso de tu mano, y caminas hacia el lecho.

Es tan extraña. La sensación de andar con un muñón conectado al soporte de metal. Cyborg. Humanoide. Los arcángeles atroces.

 Los arcángeles atroces

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
❀ Y vomito flores ; Sungki/Hoonki ❀Donde viven las historias. Descúbrelo ahora