Capítulo 1

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𝐌𝐚𝐫𝐳𝐨 𝐝𝐞 𝟏𝟗𝟒𝟑

"Para millones de seres humanos, el verdadero infierno es la tierra."

𝐀𝐫𝐭𝐡𝐮𝐫 𝐒𝐜𝐡𝐨𝐩𝐞𝐧𝐡𝐚𝐯𝐞𝐧.

Me estiro levemente, dando un manotazo al aire para intentar aliviar el entumecimiento de mi brazo derecho. Todo lo poco que me permite el reducido espacio en el que me encuentro es eso. No sin que alguien suelte un quejido de irritación por el movimiento.

Ignorando las lamentaciones, ladeo la cabeza hacia un costado para observar la robusta figura de mi madre, quien rodea con sus brazos el frágil cuerpo de Alka, mi hermana menor.

Mi padre no hace más que mantener sus cuerpos contra su pecho, en un intento por mantenerlas a salvo de todo mal. Como si sus brazos fuesen un escudo protector inquebrantable.

Ojalá fuera cierto, pero la verdad es que no podrá mantenerlas seguras por siempre.

Los tres están dormitando. Tal vez, imaginando un lugar muy lejos de allí. Pensando en el cielo azul, en una ducha tibia o en un plato de comida caliente. En algo que evoque la más mínima sensación de felicidad.

Mamá me ha pasado su abrigo, y a su vez, papá a ella el suyo. Dejándolo desprovisto de resguardo contra el frío. Por lo que los tres se han amontonado en un esquina, proporcionándose calor mutuamente.

Y aunque habían intentado llegar hasta mí al momento de ingresar al vagón, el tumulto de gente se los había impedido.

Por mi parte, les había asegurado que estaría bien, acomodándome lo más cerca que me fue posible de ellos. No queriendo perderlos de vista cuando nos tocara descender del tren.

La sensación de náuseas es inevitable. El movimiento, el hedor y el encierro son el detonante de cada indeseable malestar. No todos son capaces de sentarse, por lo que permanecen de pie, recostados de las paredes del vagón.

Los quejidos, las plegarias susurradas y los tartamudeos temerosos mueren en los labios de quienes los emiten, evaporándose en aquel océano de lamentaciones interminables.

Alzo la cabeza, dilineando lentamente con la mirada las siluetas ensombrecidas de los demás hombres, mujeres y niños esparcidos por el suelo de aquel vagón destinado para transportar ganado.

Y en completo silencio, jugueteo con una hebra de mi cabello mientras me pierdo en una espesa bruma de inagotables cavilaciones.

Después de la ocupación de los nazis en la ciudad de Cracovia en septiembre de 1939, la población judía que habitábamos en Polonia, habíamos sido trasladados a los diversos guetos que se crearon durante el transcurso de la guerra.

Desde el comienzo de la misma, muchos judíos habían huido de Alemania en cuanto habían empezado las persecuciones y deportaciones a los campos de trabajo, pensando en que todo sería temporal y que esas medidas no llegarían a Polonia.

Que equivocados estábamos.

En cuanto la invasión del ejército alemán fue un hecho, los judíos exiliados y escondidos en el país, se nos agrupó para ser trasladados a los guetos.

Se decía que eran distritos urbanos en donde la población judía permaneceríamos. Se comentaba que no era más que un espacio de confinamiento temporal y que la situación pasaría pronto. Pero no fue así.

El gueto de Cracovia fue nuestro destino.

Durante noviembre de 1939, todo judío mayor de doce años debíamos portar el brazalete identificativo y se decretó el cierre de todas las sinagogas de la ciudad.

Infierno en CracoviaWhere stories live. Discover now