Prólogo

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Es casi imposible no alzar la mirada, aunque sé bien que no debo hacerlo. Nos empujan de un lado a otro, haciéndonos formarnos para ser inspeccionadas como de costumbre.

-¡Una sola fila! ¡Rápido, rápido!

Revisan los costados de mi rostro, me obligan a abrir la boca para examinar mi dentadura y palpan las hendiduras debajo de mis ojos con aspereza. Manoteando para que la siguiente se adelante y la fila pueda avanzar.

-No los veas.-susurra Alka a mi lado.

Teme por mí. Sabe bien que no siempre mantengo la vista en el suelo, aunque le he repetido muchas veces que ella debe hacerlo.

Le he dicho que sus ojos no deben ascender más allá de las pantorrillas, justo donde terminan las características botas de caucho. Aquellas que acompañan el uniforme que tan ufanamente portan los soldados.

Ninguna pronuncia palabra. Sabemos que con ello solo ganaríamos otro castigo de tantos. Infinidad de gritos, tirones, puntapiés y empujones nos han dejado lo suficientemente derrotadas, cansadas y doloridas como para no cuestionar nada.

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Alzo la mirada involuntariamente, casi por instinto, volviendo de inmediato a enfocarla en las botas de caucho de la SS ante mí.

Mis uñas se clavan con fuerza sobre la palma de mi mano, como castigo por permitirme mirar.

-Un paso al frente.-ordena uno de ellos con firmeza y autoridad.

Y contengo la respiración.

No es su orden lo que me hace quedar desprovista de oxígeno por unos segundos. Es su voz. Aquella misma voz que me había susurrado las más devotas e incondicionales palabras de afecto en antaño.

Cuando éramos personas y no números.

Un momento tan lejano que casi parecía, hubiese ocurrido en otra vida.

Sus labios, ahora apretados en una fina línea recta, habían sido los activos protagonistas de incontables y castos encuentros entre dos jóvenes ingenuos y enamorados.

Y sus brazos, dispuestos tras su espalda en una postura solemne e inamovible, me habían cobijado durante las heladas tardes invernales de Kielce.

Ahora está allí parado frente a mí. Como todo lo que un soldado nazi debe ser.

Mis amoratados y ojerosos ojos se encuentran con los suyos. Aquellos ojos almendrados y centelleantes como esmeraldas, que me habían acompañado en mis más infantiles e ilusos sueños de adolescente. Totalmente carentes de la calidez que los habían caracterizado.
Fríos, opacos y desdeñosos.
Perforando mi alma.

-Anton...-su nombre muere entre mis labios.

Suspendido en el aire. Casi inaudible.
Para todos, menos para él.

Él sí me ha escuchado. Y su gesto se tuerce en una mueca feroz e iracunda. Como si le asqueara la simple idea de escuchar su nombre provenir de mi boca.

Diez años. Hacía diez años que no le veía.

El desgarbado y frágil cuerpo de adolescente con el pecho plano, hombros caídos y extremidades largas y delgadas, había dado paso a un esbelto y fornido hombre de hombros anchos y definidos. De frente estrecha, ojos inexpresivos y nariz aguileña.

Pero ese rostro no tenía nada que ver con el joven que yo había recordado durante los últimos diez años.

Un completo desconocido.

Su uniforme, pulcro e impoluto, porta la esvástica nazi prendida de la solapa.
Aquel símbolo desprovisto de su verdadero significado.
Puesto que buena fortuna o bienestar no son conceptos que evoquen relación con lo que conocemos sobre el III Reich.

Ahora no es más que el símbolo de la identidad aria. Un orgullo nacionalista alemán.
Una maquinaria aberrante y mortífera.

Pestañeo una, dos, tres veces. Pero las lágrimas amenazan con nublar mi visión.

Atemorizada y adolorida, contemplo las botas militares que él también porta. Y desvío la mirada hacia mi propio calzado, percibiendo la sensación de ingravidez que me produce su recuerdo. El recuerdo de un hombre y no el de un monstruo.

Para cuando vuelvo a alzar la mirada, él ya se ha marchado.

Infierno en CracoviaWhere stories live. Discover now