Capítulo 66

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Siempre tuve el temor que al echar un vistazo hacia atrás fuera incapaz de mirar a mi yo del pasado de una forma impasible y sin remordimientos

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Siempre tuve el temor que al echar un vistazo hacia atrás fuera incapaz de mirar a mi yo del pasado de una forma impasible y sin remordimientos. Quería recordar la manera que las delicadas manos de mi madre instruían las mías sobre las teclas de piano, anhelaba saborear las comidas de mi padre, porque sí, hubo un tiempo en que ese hombre maravilloso, a pesar de todo el dolor, nuestros mejores momentos en algún punto empezaron a ganar la batalla a mis maliciosos pensamientos. 

Como por ejemplo: El tiempo libre que muy apenas recibía de su trabajo de constructor, me enseñó a escribir. Su paciencia infinita al instruirme en mis tareas, cuando no tenía idea qué hacer con mis tareas de matemáticas, era algo gracioso, porque ambos terminábamos igual de frustrados yendo a buscar a mamá después de haber intentado las mil y una maneras de resolver aquellos problemas. Y Así, contaba con muchas memorias más que aun hasta la fecha lograban hacerme sonreír. 

Durante tantos años de terapia, me fui dando cuenta que no necesitaba bloquear los malos momentos para hacer de mi vida más llevadera, aprendí a abrazar mi dolor, aceptándolo, hasta que este dejara de doler con la intensidad que lo hacía. Entendí con el tiempo que no debía tomarme las cosas personales, que el comportamiento de las personas era una reacción a los conflictos que tenían consigo mismos, pero sobre todo, aprendí a valorar cada pequeño detalle como si al siguiente fuera a desaparecer. 

Para ese punto, lo único que me arrepentía de las decisiones que había tomado, era del maltrato que me di a mí mismo en mi juventud, porque eso me trajo notorias consecuencias en mi salud al final del día. 

Mantuve mi vista fija en el reflejo que el espejo me brindaba, donde una versión de mí me devolvía el contacto visual y con la luz que se colaba por las ventanas, pude apreciar cada uno de mis detalles: mis facciones con el tiempo habían adquirido arrugas notorias, mis ojos, los que alguna vez lucieron jóvenes y brillantes cargaban consigo una larga experiencia de vida, o al menos eso quería creer. Mi cabello, que alguna vez fue castaño, se convirtió en una fina mata de pelo blanco, y ni hablar de mi estatura, me había encogido un par de centímetros. 

Estaba viejo... 

Los años me había arrebatado la juventud como a cualquier ser humano, las líneas en mi piel se hicieron prominentes, mis manos arrugadas también seguían el mismo patrón al igual que cada aspecto de mi cuerpo, ¿Alguna vez me imaginé llegar hasta ese punto de mi vida? En lo absoluto, y estaba seguro de que no fui la única persona en ser incapaz de verse en su estado más deteriorado. 

—¿Yeonsuk? —Mi atención se desvió hasta la entrada de mi habitación, allí en el lumbar se encontraba él, mi corazón dio un doloroso brinco de felicidad. 

Jungsoo Park, estaba a pocos metros de donde me hallaba, luciendo tan joven y deslumbrante como el primer día que lo conocí. No había cambiado en lo absoluto y algunas ocasiones llegué a sentir envidia por eso, algo absurdo porque eso no estaba bajo su control. Al principio bromeábamos de que la gente creía que yo era su padre y luego su abuelo, pero muy en el fondo, por más que quería ignorar esos comentarios, me afectaban. Y estaba seguro de que él era consciente de ello. 

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