CAPITULO 11.

411 29 13
                                    

Ace.

Cuando no estaba entrenando, jugando futbol o bebiendo a morir en una fiesta de mala muerte, no era nadie. Fuera de todos esos ambientes a los que estaba acostumbrado, a menudo solía sentirme perdido y vacío, sin propósito.

Sabía que el futbol no era mi pasión, pero al menos era bueno en ello. El no saber qué era lo que en realidad me gustaba hacer potenciaba la sensación de impostor que me atormentaba día con día. No me conocía, no tenía idea de quién era el que ganaba cada partido, el que se las había arreglado para tener siempre gente alrededor, el que mantenía su casa a flote.

El arte no era lo mío, aunque me agradara dibujar cosas para Brenton cuando éramos niños, no era lo suficientemente bueno cuando me disponía a hacer más trazos de los que ya había memorizado por años. No era el mejor cantante, los instrumentos se me daban fatal al igual que escribir a cerca de lo que sentía, porque a menudo no podía identificar ninguna emoción más allá del estrés que me provocaba la vida que ni siquiera estaba seguro de estar viviendo.

¿Entonces quién diablos era yo? ¿Quién era cuando nadie me presionaba para hacer algo de mi vida?

Esas preguntas lograban asustarme y visitarme con más frecuencia de la que deseaba últimamente, ninguna de las ocasiones en las que se presentaban yo podía darme una respuesta coherente. Lo único que me quedaba por hacer era tratar de enterrarlas en lo más profundo de mí, o al menos lo suficiente como para asegurar que tardaran algunos días en salir.

Me había convertido un experto en ignorar todo aquello que lograra agobiarme, únicamente porque no me quedaba otra opción si lidiar con ello no estaba sobre la mesa.

No podía presentarme ante el equipo como alguien frágil, tampoco darle más razones al coach para dudar de mí o para exigirme más. Si me desmoronaba frente a mamá y le decía lo terriblemente asustado que estaba, fracasaría siendo el apoyo que necesita. Si Brenton se enterara que yo no tenía nada planeado, nada asegurado, seguro el poco de respeto que seguía sintiendo por mí se reduciría a cenizas.

¿Qué pasaría si toda la gente que busca algo de mí supiera que más allá de lo que ven, no tengo nada más para dar?

Si mis amigos supieran que me siento tan hueco o vacío como si fuera un maldito balón balanceándose entre manos toscas que juegan una partida que ni siquiera entiendo, probablemente sentirían lástima por mí.

Los pensamientos se habían adueñado de mí y cuando no había nadie a mi alrededor para acallarlos, me sobrepasaban. A menos de que bebiera lo suficiente para no pensar en lo absoluto.

Así que últimamente, eso era lo que hacía. Bebía hasta que olvidaba todo.

Era lo suficientemente suertudo para tener una pequeña tienda a solo dos minutos del edificio Tenth, tienda en donde había todo lo que necesitaba para tomar hasta distraerme un poco. A menudo Josh, el hombre mayor que siempre atendía, me recriminaba sobre mis pobres decisiones nutrimentales. Más que nada porque era un aficionado de los Hoosiers y no podía soportar que su mariscal de campo no se alimentara como era debido.

El local era pequeño y casi siempre olía a comida grasosa o a tabaco. Había solo cuatro pasillos, cubiertos de comida basura que se suponía no debía comer, pero que me venían excelente cuando no tenía ánimos ni comida en la nevera para optar por algo saludable.

Fiel a su carácter, la voz de Josh se hizo sonar: —Si tomas un paquete más de Doritos, te partiré la boca para que no puedas tragártelos. —su voz estaba distorsionada debido al cigarrillo que sujetaba entre sus labios.

Reí. —¿Con qué cara me lo dices tú? —pregunté, tomando otra bolsa— Desayunas un cigarro y un paquete de carne seca como si fueras un vagabundo.

BLOOMINGTONWhere stories live. Discover now