Capítulo Veintiuno

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Harper

Me quedé en la puerta principal hasta que escuché a Morgan caminar por el pasillo y entrar a su apartamento. Esperé unos siete minutos más antes de ir a llamar a su puerta. Ella abrió y yo quería desmayarme. Nadie debería verse así de bien después del trabajo.

Le mostré mi sonrisa más encantadora.

—¿Trajiste los quinientos dólares? —Se cruzó de brazos.

—¿Qué?

—¿No estás aquí para pedirme que vaya contigo a la fiesta?

—No —mentí—. Te dije que no voy a ir a ese... evento.

Un extraño brillo pareció asomarse en sus ojos.

—¿Qué es lo que quieres?

Como quería jugar de esa manera, entonces, se merecía todo lo que pensaba hacerle.

—Bueno, estaba pensando... deberíamos hacer algo juntas ¿no crees? No sé, cosas provocativas.

Sus ojos mostraban un tipo de maldad que me gustaba.

—¿Seguro que no quieres ir a la fiesta? —preguntó.

Su voz se había vuelto un poco más ronca.

—Quiero algo mejor que eso, cariño.

Me estaba luciendo.

Sus ojos se abrieron de par en par con sorpresa.

—¿En qué estás pensando?

—Comamos pastel de chocolate juntas —Sonreí seductoramente.

Para mi sorpresa, no reaccionó en absoluto. Se estaba haciendo la chica buena.

—Claro —dijo en voz baja.

—Lo hornearé y lo traeré, no me tomará más de una hora en total. ¿Te parece bien? ¿Todavía estarás por aquí?

—No me lo perdería por nada del mundo —dijo secamente.

—Bien. Nos vemos pronto.

Llevaba puesta mi falda lápiz que me hacía ver un buen trasero, así que lo balanceé por todo el camino de regreso a mi apartamento. Debí haber hecho un buen trabajo porque no cerró su puerta hasta que llegué a la mía.

Una vez dentro no perdí ni un minuto. Hice magdalenas con una receta para pastel de un libro, reduje a la mitad todos los ingredientes y una vez que los puse en el horno, empecé con el glaseado. Cuando estuvieron listas, las saqué, las puse en un plato y las metí en el congelador por unos minutos.

Mientras esperaba que se enfriaran un poco me apliqué una capa de brillo y me esponjé el cabello. Cuando la parte superior de las magdalenas ya estaba fría, las saqué, las puse en un plato decorativo y me fui hasta la puerta de Morgan. Llamé a la puerta y esperé.

—Hola —dijo, deslizando sus ojos hacia el plato.

—Vengo trayendo ofrendas de paz —dije con una dulce sonrisa.

—No sabía que estuviéramos en guerra —su voz era firme.

—Sabes lo competitivos que pueden ser algunos neoyorquinos durante una apuesta. Sólo quería que supieras que no soy así.

—Cuantos colores —comentó.

—Sí, es colorante artificial para comida, sé que te gustan las cosas artificiales —me reí.

Cruzó los brazos sobre sus pechos lo que hizo que mi mirada se fijara en ellos.

—¿Tienes algún tipo de problema con las mujeres que traigo a casa?

Había visto a mujeres entrar en su apartamento y todas eran del mismo estilo.

Sonreí alegremente.

—Ya que estamos hablando de traer mujeres a casa, ¿no me vas a invitar a entrar?

Se hizo a un lado y yo entré. Fui directamente a la cocina y puse el plato en la isla de granito altamente pulido. Todo en su cocina parecía nuevo, estaba claro que nunca cocinaba. Abrí el refrigerador y saqué un cartón de leche. Llené dos vasos, me senté en uno de los taburetes y empujé el plato hacia ella.

—¿Está envenenado? —preguntó.

No me digné a responder a esa pregunta. En vez de eso, agarré la magdalena que estaba más cerca de mí, cuando estaba a punto de llevármelo a la boca, ella se inclinó hacia adelante, cogió mi mano y me la quitó.

Me mordí el labio.

—Muy bien —dije y tomé otro.

Esperó hasta que mordiera mi magdalena antes de hundir sus dientes perfectos en la suya.

—¿Qué tiene esto? Está delicioso —dijo, sonando sorprendida.

—Lo sé, es una receta secreta.

Lamí el glaseado y sus ojos se fijaron en mi lengua. Cuando terminé, me puse de pie.

—Bien, debería irme.

Me miró sospechosamente, pero no dijo nada, mientras me seguía hasta la puerta. Cuando volví a casa me puse unos jeans y me senté en el asiento del inodoro a esperar. Veinte minutos más tarde oí que tiraba de la cadena. Bingo. Volví a la sala de estar y dejé que el sonido de Adele llenara el aire, no tan fuerte, como para poder oír si llamaban a mi puerta. Menos de diez minutos después oí dos golpes en la puerta.

Del engaño al amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora