Capítulo 10

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RAFA

Cuando teníamos unos dieciséis o diecisiete años, quedamos para dormir en casa de Toni.

Teníamos unas ganas de fiesta brutales. De hecho, el edificio donde tenía el piso estaba medio vacío. En la parte de abajo había un garaje donde guardaban los coches y las motos, y en el primer piso se encontraba una sala de juegos que ocupaba toda la planta.

El segundo piso estaba cerrado, había muebles antiguos y trastos que guardaban en aquel espacio. Desde la calle se accedía a un patio de arena de unos doscientos metros cuadrados abriendo una gran valla de hierro forjado que debía tener unos tres metros de altura. Toda la fachada que daba a la calle estaba repleta de ventanas a partir de la primera planta hacia arriba.

Pues bien, nos fuimos de fiesta y volvimos del revés. A las tres horas de salir del piso, todos llevábamos tal pedal que hacíamos más eses que la carretera de Sitges a Barcelona.

—No tengo las llaves —dice un perjudicado Toni con voz pastosa—. ¿Quién las tiene? —Nadie responde, nos miramos unos a otros desconfiando de quién era el lerdo que las había escondido—. Va, hombre, que recuerdo que he cerrado con llave, alguien las debe haber cogido.

—Pues tú sabrás —respondió Joan—. Si tú has cerrado, tú las habrás guardado.

Toni, que no se fiaba de nosotros, por bromas que ahora no vienen a cuento, hizo que nos pusiéramos contra la pared como si se tratara de un registro policial. No podíamos dejar de reír y cachondearnos diciéndole que lo que estaba tocando no eran las llaves sino las porras. A él empezó a no hacerle ni puta gracia al comprobar que, efectivamente, nadie las tenía y darse cuenta de que las habría perdido en algún lugar.

—Pues vosotros diréis cómo entramos ahora —espetó contrariado.

Los tres miramos la puerta de hierro durante unos diez minutos, observándola con fijeza como aquel que intenta hipnotizar una cabra o hacer que la puerta se abra sola.

Se escuchó un «ya lo tengo» por parte de Joan que nos llenó de expectación.

—Vamos a hacer un castillo y a entrar por la ventana.

Cabe decir que Joan pertenecía a una colla de castellers, sí, ya sabéis, esa gente loca que en Cataluña hace pirámides humanas. Pues bien, en ese momento, llevados por el alcohol, nos pareció una idea de la hostia. No podéis imaginar el estallido de euforia que tuvimos ante una solución tan fácil. Nadie había pensado que en una tradición tan nuestra estuviera la solución. Si Joan lo hacía, no podía ser tan difícil. Además, solo éramos tres.

Pues manos a la obra: Pilar de dos... sin forro, ni manillas, pero cogidos al canalón de agua que bajaba por la fachada. A Toni, que era el que menos pesaba, le tocó hacer de anxaneta. Exacto, el niño o niña pequeño que corona la torre. Os podéis imaginar... «Cógeme el brazo». «Espera que me pica la espalda». Yo, mordiéndome el cuello de la camisa porque sé que los castellers lo hacen...

—Va, sube —animé a un Toni altamente ebrio.

—Lo intento —dijo clavándome la rodilla en los riñones.

—¡Joder! —solté un exabrupto ante el dolor, que él intentó solventar subiéndose a mis hombros y tirándose un cuesco por el esfuerzo en toda nuestra cara.

—¡Eres un guarro! —exclamó Joan desmoronando la torre con el hedor de Toni perfumando el ambiente.

—Lo siento, se me ha escapado. Venga, va, intentémoslo de nuevo. —Joan lo miró con cara de malas pulgas y, pese a habernos tragado el pedo, no pudimos evitar echarnos a reír—. Va, que seguro que cosas peores os habéis comido...

¡Sí, quiero! Pero contigo noUnde poveștirile trăiesc. Descoperă acum