XXI: Posesión

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Hasta ahora había confeccionado tres hipótesis para explicar lo que estaba ocurriéndome

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Hasta ahora había confeccionado tres hipótesis para explicar lo que estaba ocurriéndome. La primera, que además del dragón dorado, había alguien más en mi cabeza. La segunda, era que, fuese quien fuese esa persona, estaba en posesión del espíritu del dragón rojo. Y la tercera, que este ser tenía que ver con la profecía sobre la dinastía Han.

Había también una mujer, quizás de mi edad, o quizás mayor, no estaba seguro. Se veía muy joven, pero sus ojos estaban cansados más allá de lo que creía posible. Aparecía en mis sueños, simplemente mirándome, y luego el humo se la llevaba. Tenía los ojos color cereza, como la mayoría de la nobleza, pero su porte no era el adecuado al sostenerse de pie. Parecía un fantasma, un alma en pena, y cada vez se acercaba más. La última vez que la había soñado, podía oír su respiración entrecortada, de tan próxima que estaba. Sabía que ella tendría respuestas. Quizás, era un verdadero oráculo, y estaba intentando ponerse en contacto conmigo. Debía de conocer la profecía, y el regreso de los espíritus de los dragones. Sí quería respuestas, debía encontrarlas.

Se suponía que nuestra línea familiar poseía la habilidad de vislumbrar el futuro, pero lo cierto es que los miembros de nuestra casa habían nacido estériles de magia desde hacía tres generaciones, y además de tener corazonadas acertadas, no poseía ningún tipo de talento que realmente confirmara que mis suposiciones eran ciertas. Solo nosotros tres y nuestros empleados de más confianza estaban al tanto de nuestra falta de magia, y mientras su trabajo era protegernos de nuestro entorno, el nuestro consistía pretender que nuestra dinastía seguía manteniéndose fuerte sin ningún tipo de contratiempo.

Era difícil, además, porque toda la nobleza poseía magia, y si llegaba a descubrirse que nosotros nos encontrábamos desprovistos de ella, nos derrocarían sin dudarlo un segundo. La gente creía que el dragón dorado representaba a la familia real, con su bondad y generosidad, pero lo cierto era que nuestro comportamiento se asemejaba mucho más al de Shen Ginto, o incluso a una serpiente; éramos trepadores, más ambiciosos de lo que era prudente y en algunos casos, definitivamente crueles. Yo mismo lo había experimentado de mano de mis padres a lo largo de mi infancia. Ellos cultivaban una imagen severa pero bonachona de sí mismos, reinando sobre Chiasa como dos padres estrictos que se preocupan por el bienestar de su único hijo, su eterno favorito. Yo, sin embargo, había desarrollado mi imagen pública para mantener distancia entre mis súbditos y me mostraba lejano, serio y sin tiempo para tonterías. De todas maneras, si aquello les parecía una falencia en un futuro emperador, era que como pueblo tenían muchas cosas que aprender.

El problema era que todavía no era emperador, y por más que me hiciera respetar entre mis súbditos, aquello consistiría en un obstáculo para mi búsqueda. Luego de pensarlo unos cuántos días, decidí que no podía perder más tiempo, y me senté en mi estudio con un retratista al que tuve dibujando desde el alba hasta la puesta de sol sin descanso. Al caer la noche, el artista había creado un retrato perfecto de la mujer de mi sueño; delgada, de pómulos altos y nariz recta, con una larga cabellera negra y pesada. Antes de liberarlo de sus responsabilidades, le entregué al hombre un maletín con billetes y otros objetos de valor, y le ordené encontrar a alguien que pudiera llevar a cabo la búsqueda. Un guardia, un hombre con la posibilidad de salir y entrar de la Ciudad Imperial. Él, a su vez, debía hacer correr la voz sobre la misteriosa adivina, y debía ser traída a mí tan pronto como la encontrasen, en total discreción.

Mi siguiente movimiento sería intentar dar con la posición exacta de Shen Ginto. Mi dragón, Kwyo, debía ser capaz de encontrarla, pero no lo haría hasta que tuviéramos una conexión más fuerte, y para eso, debía ganarme su confianza.

El por qué un ente como Kwyo me había elegido como su huésped me resultaba sospechoso. Me conocía lo suficientemente bien como para saber que no era precisamente la personificación de la bondad y generosidad, quizás, una apuesta más segura habría sido mi madre, que era sin duda la persona más dulce de nuestra familia. Aunque eso no era decir mucho, si podía ser honesto. La única razón que me quedaba, y que parecía factible, era que Kwyo no hubiera tenido opción en absoluto. La magia antigua era una cuestión muy poderosa, y si el espíritu del dragón dorado estaba obligado de alguna forma a tomarme como su forma física, tenía por fuerza que ser un asunto de la profecía. De todas formas, sin acceso a ella mi única opción para acercarme a él era crear un lazo, y si para eso debía meditar día y noche o probar con poderosos inciensos entonces lo haría.

Ordené que no me molestasen y me encerré en mis habitaciones. En medio del techo de mi salón de oración había un tragaluz del tamaño de un pequeño bote que dejaba entrar la luz del potente sol de Chiasa. Generalmente estiraba la esterilla bajo él y tomaba una siesta bajo la calidez del día, y cuando sonaban las campanillas, me sentaba sobre mis piernas y pretendía haber estado rezando para finalizar la sesión con las bendiciones del sacerdote. Lo cierto es que la religión de mi nación siempre me había parecido una mala broma; hacía casi un milenio que no se habían tenido avistamientos de Ginto y Kwyo, eso sí se podía creer en los antiguos papiros escritos por personas que quizás utilizaban demasiados humos. Eso, claro, hasta que el dragón dorado se había metido dentro de mí, y el rojo intentaba entrar en mi mente un día sí y el otro también. Quizás debía comenzar a rezar en serio, tanto como para acercarme a Kwyo como para protegerme de Ginto y de quién fuera que la tuviera dentro.

Sentado bajo el tragaluz, encendí veinte ramas de incienso dentro de una pequeña olla ritual. La sala, aunque era grande, se llenó rápidamente de humo con un fuerte olor a anís, que siempre me había resultado asqueroso. Tosiendo, me dispuse a realizar mis oraciones usando las palabras que me habían enseñado desde pequeño. Sin embargo, al poco tiempo me sentí ridículo. Nadie estaba escuchándome, la presencia de Kwyo simplemente no estaba allí, y los humos solo estaban logrando marearme.

—Ven aquí —dije en voz alta—. No me hagas perder el tiempo.

Nada. Quizás debía intentar otro tipo de acercamiento. Me aclaré la garganta y probé otra vez.

—Shen Kwyo, honorable dragón dorado, te ruego te hagas presente —pedí, no sin cierta vergüenza—. Hay mucho de lo que deseo hablar contigo.

Por un momento que se hizo eterno, todo siguió igual, pero al cabo de unos minutos de silencio, una ráfaga de viento desvaneció todos los humos, y la temperatura en la habitación comenzó a subir. Súbitamente mi cuerpo comenzó a vibrar, como si centenares de hormigas caminaran por debajo de mi piel. Asustado, intenté ponerme de pie, pero había perdido el uso de mis facultades, y las piernas no me respondían. Un rugido me envolvió desde lo más profundo de mis entrañas, haciendo sonar las campanas de viento esparcidas por todo el lugar. Rápidamente, tomé el cuenco de agua que tenía enfrente y en mi reflejo no vi otra cosa que el rostro de Kwyo mirándome de vuelta. Lo solté de inmediato, dejando caer su contenido sobre el suelo, y esta vez, cuando quise ponerme de pie, mis piernas obedecieron. No pude salir corriendo, pues una segunda ráfaga me levantó del suelo, y pronto me encontré a mí mismo gritando por el dolor agudo de mi piel quemándose; a mi alrededor, brillaba una luz dorada tan cegadora que tuve que cerrar los ojos por miedo a perder la visión.

Lo había hecho. El dragón dorado era mío.

Garza de Jade (Las Alas del Reino II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora