IV. Camino a Dion pt. 1

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IV. Camino a Dion pt. 1

Lo primero que recordó Aella con la salida del sol, fueron los campos dorados de trigo en la vieja casa de su padre

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Lo primero que recordó Aella con la salida del sol, fueron los campos dorados de trigo en la vieja casa de su padre. Ahora parecían un producto de sus fantasías, tan lejano, tan evanescente. Un mar de oro, extendiéndose hasta donde alcanzaba la vista, las espigas bañadas en rocío, ondulando en una danza única junto al viento.

Aella estiró los brazos hasta donde le permitieron las cadenas y tembló con el frío de la madrugada escabulléndose bajo su deshecho hitón. Hasta hace unos días se había sentido el abrazo de la libertad después de tantos años, solo para dejarlo resbalarse de su agarre por un descuido tan estúpido. No había sido su luna y mientras trataba de limpiarse la sangre de las piernas, los soldados la habían avistado junto al río.

No tuvo tiempo de correr.

El Comandante Toribio la quería con vida, a pesar de su traición. Cualquier otra mujer que se atreviera a escapar como ella lo había hecho sería perseguida y cazada como animal salvaje. Su cuerpo, después de servir de alivio a media docena de soldados, sería golpeado, torturado y llevado de regreso a la ciudad a ser apedreado. Y finalmente, la dejarían morir lentamente en la vía pública para amedrentar a cualquier otra que se atreviera a desafiar las leyes espartanas. Pero a ella no, once soldados en la caravana y ninguno había tocado un pelo de su cabeza.

Aella creía tener una idea del porqué y en estos momentos prefería estar muerta.

Toribio tenía un plan para ella, un plan que implicaba matrimonio. Quería entregarla como trofeo a un militar al norte del Ática.

La idea aterrorizaba a Aella más que cualquier espada en su cuello.  Aunque sabía que tendría que casarse tarde o temprano, y que le iban a imponer matrimonio así su padre siguiera con vida. Sin embargo, quería huir de esa obligación un tiempo más. Cumpliría los dieciocho al final de ese año. Era el destino de cualquier mujer en su posición... y lo aceptaba, lo hubiera aceptado. Así habría sido antes, pero las cosas eran muy diferentes ahora.

Durante su huida disfrazada de hombre, se había familiarizado con las historias de las mujeres en Atenas, Tebas, y recientemente en Dion, por donde había pasado de largo sin detenerse a rendir sus respetos en el templo de Zeus, quizá por eso la habían capturado. Había llegado hasta aquí, los límites del reino de Macedonia después de meses de huir al noroeste, por la región de Tesalia.

Dion estaba a varias jornadas a pie y no fue lo suficientemente cuidadosa de cubrir bien su rastro. Se había confiado. Había sido un desliz, debía estar avergonzada de su propia estupidez ahora que el peso de los grilletes lastimaban sus muñecas como carbón encendido.

Si los soldados fueran más inteligentes la meterían en la jaula de los animales si esperaban hacer todo el viaje de regreso a Esparta con ella sumisa como cualquier cautivo. Cuando tuviera la primera oportunidad, planeaba huir. Quizá hasta que se encontrara mar de nuevo, donde las montañas eran azules y los valles blancos. Cualquier lugar en el que pudiera empezar de nuevo, nunca se casaría con un jonio, menos aún un macedonio, nunca se convertiría en una mujer sin voz, confinada a un gineceo.

La Flor de los Olivos || Aristóteles de Estágira I (En Pausa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora