VI. Hilos pt. 1

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VI. Hilos pt. 1

Llueve desde hace rato, o de pronto siempre a llovido y, Aella, es poco lo puede recordar de un cielo sin nubes

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Llueve desde hace rato, o de pronto siempre a llovido y, Aella, es poco lo puede recordar de un cielo sin nubes. Sin embargo, las gotas son ligeras, como polvo húmedo que cae desde un cielo turbio, oscuro, nocturno. Y a lo lejos, bajando el valle hacia la ciudad, se ven las ruinas del Olimpo, elevándose en llamas rojas y brillantes. Al lado, un inmenso acantilado que se lanza al mar. La inmensidad de ese azul salado, tan eterno, lejano, saltando en las olas, reventando contra las rocas, afiladas, que sobresalen desde el acantilado como las filosas espadas negras del ejercito del dios del mar.

Hay un hombre al pie del acantilado. La brisa agita su túnica azul como la marea, como el cielo oscurecido detrás de una muro de nubes violetas. Hay sangre seca sobre su piel morena, herida por el sol de días pasados. Sus ojos están exhaustos y se balancean entre la tierra y el abismo. Saltará, seguramente, es lo que Aella piensa y aquella posibilidad le aterra.

Entonces el hombre abre los brazos y se deja abrazar por el viento. Cae lento al vacío, hacia el filo de las espadas, y a punto de ser atravesado en dos, sonríe. Le sonríe a ella, por unos momentos es el rostro de su padre en un desconocido. Quiere gritar, pero su voz se la lleva el viento, y luego, tan solo cae.

-¡Noo!-Aella gritó como si ella misma estuviera al filo del vacío.

A su alrededor, descubrió la noche tranquila, cálida y los murmullos de una fogata. Había un olor dulce envolviendo el aire, pero no provenía del fuego. Cuando hizo el primer intento de ponerse de pie, sus piernas estaban demasiado débiles para sostenerse, y cayó al suelo sobre un costado. Un dolor agudo le atravesó el hombro hasta la punta del dedo meñique, obligándola a darse la vuelta, sobre su espalda para aliviar la presión en su brazo.

Cuando recuperó el aire, le echó un vistazo a la herida por donde había rozado la punta de lanza, tenía la piel enrojecida y sensible. No corría sangre, pero había rastros de algunas hierbas en aceite bajo una trozo de tela y al acomodarse en el suelo, apoyando su espalda en la roca más cercana, se dio cuenta que era lo que quedaba en un cataplasma de algún tipo. Lo examinó con las yema de los dedos, para comprobar su textura y luego se lo llevó a la nariz, ese era el olor dulce que había percibido antes.

-¡Pero qué hiciste!-alguien gritó en su dirección, y Aella pegó un brinco, examinando sus alrededores en busca de algo con lo que pudiera defenderse.

No encontró nada, tenía que huir. Retrocedió arrastrándose con su brazo bueno y levantó un nubarrón de polvo y tierra con los talones antes de poder dar cuenta de quién estaba ahí con ella.

A través del polvo, una mano la tomó del brazo herido y Aella mandó el puño, asestando un golpe en su abdomen. El sujeto cayó al suelo junto a ella, tosiendo y maldiciendo entre dientes.

El polvo se fue disipando, ligero y suelto, hasta revelarle una cabeza llena de rizos marrones cubiertos ahora de una capa fina del blancuzco polvo y luego una mirada fulminante bajo dos cejas gruesas. Aella reconoció su rostro y la invadió una profunda vergüenza.

La Flor de los Olivos || Aristóteles de Estágira I (En Pausa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora