Capítulo 3-Lo inesperado

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Estefanía


—¿Has comido algo? —la voz de mi madre interrumpió mis pensamientos.

—No —dije cabizbaja.

Desde que me enteré de su terrible enfermedad, actuaba en modo automático y hasta había descuidado mis estudios. Algo que no me agradaba, pero la tristeza me superaba.

—Últimamente estás muy distraída y eso me preocupa —expresó, con un tono suave.

—Lo siento —me disculpé, sin moverme de la ventanilla.

Cada que venía a este lugar, me quedaba inmersa en aquel cristal que mostraba el exterior de la clínica. Era una vía de escape para no sentirme culpable por gozar de buena salud, mientras que ella, tenía los días contados.

—Estefanía, necesito que hablemos de algo importante —pronunció de repente.

—Mamá, te he dicho que no quiero que te despidas, no así, no ahora —expresé, al mismo tiempo que me acerqué a la camilla.

Aunque su aspecto físico había decaído de manera gradual, ella parecía gozar de buen humor y expresaba sus emociones sin pudor, tal como si no le afectara la situación. Supongo que era su manera de encontrar un poco de alivio ante la enfermedad que la consumía, pero yo no podía hacer lo mismo. Simplemente, no podía.

—Hija mía, ninguna esperaba que apareciera esta enfermedad y aunque no me queda mucho tiempo, quiero decirte que lo lamento. Lamento hacerte pasar por todo esto —enunció.

—No te preocupes mamá, es algo que se escapa de nuestras manos —quise animarla para que no se sintiera triste.

Este último año, se había sometido a innumerables sesiones de quimioterapia y radioterapia para tratar el cáncer de estómago, pero este se negaba a abandonar su cuerpo, llevándola a un estado de deterioro continuo. Ya no quedaba ni la sombra de aquella mujer elegante que conocía. Su aspecto había cambiado y me dolía profundamente ver el fantasma en el que se había convertido. Una mujer pálida, ojerosa, con evidente caída de cabello, sus labios agrietados y la pérdida del vello corporal que cada vez, era más notoria.

—¿Recuerdas aquella caja que tengo escondida en mi habitación? Esa que nunca he dejado que revises—enunció de repente y yo asentí—Necesito que la busques, allí encontraras algo que es solo tuyo —mencionó.

—¿Y por qué no le dices a Luciano que me la lleve a la residencia? Sabes que he estado muy ocupada en la facultad —mencioné. No tenía mucho ánimo de ir a mi antigua casa.

—Es cierto, pero ambas sabemos que él no lo hará y tú necesitas estar sola cuando revises su contenido —dijo, con una seriedad que me asustó.

—¿Por qué tanto misterio?, ¿Qué me estas ocultando? —la miré desconfiada.

Era la primera vez que actuaba de ese modo y en cierta forma, comenzaba a preocuparme, ¿Qué se traerá entre manos?

—Si te lo expreso ahora, me miraras con desprecio y no deseo eso —desvió su mirada.

—Mamá, me estas asustando —cogí su rostro.

—Lo entenderás luego—acarició mi mejilla, con la intención de que me olvidará del tema—Recuerda que no estás sola en este proceso, tendrás a tú padrastro que te acompañara en todo momento —añadió.

Por un instante, me quedé pensando en las palabras de mi madre. Todo este tiempo había sido tan ilusa, que me daba pesar llevarle la contraria a estas alturas de la vida. Ese señor, nunca ha velado por mí, pues ante sus ojos yo siempre seré la hija de otro, la que no llevaba su sangre y en parte, era cierto. Después de todo, en mi registro civil aparezco con el apellido Dumont, lo único que poseía de aquel hombre que fue mi padre biológico. Aunque él nos abandonó hace mucho, mi madre no se derrumbó, ni cayo en depresión, pues sabía que debía salir adelante. Sin embargo, al cumplir mis catorce, tuve que afrontar la idea de que mi madre debía rehacer su vida con alguien más y fue allí, donde apareció Luciano. Un hombre corpulento, medianamente alto, de cabello rubio, con ojos hundidos y ojerosos que daba la impresión de ser un tipo que era muy trabajador.

Quédate a mi lado y seremos invenciblesWhere stories live. Discover now