04- CALISTO

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NEBULOSA   

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NEBULOSA   


          𝕮asi todo lo que se podía ver a simple vista, en el cielo negro, eran estrellas de las que se diferenciaban planetas según el grado de brillo. El ojo de un humano seguía siendo muy débil como para cazar detalles minuciosos de los cuerpos que yacían muy lejos de donde podíamos tocarlos. Pero sus brillos se admiraban desde puntos lejanos, a pesar de todo. Aunque, si hablábamos de distancias mucho más cortas, cerca de mí había una pálida fuente de brillo que surgía al hablar de ciertos temas.

Mis manos se sentían muy pesadas y dejé la maqueta sobre el banco con mucha lentitud. El licenciado captó mis movimientos con suma atención, haciéndome sentir en el blanco de un gran telescopio. Balanceé mis dedos por la mancha roja, aquella que fácilmente podía devorarnos. Se la había hecho exclusivamente para él, intentando crear algo de su agrado a pesar de tener manos tan torpes. En esa exposición me sentí desnuda y abollada como Calisto.

—¿Elara? —preguntó, levantando la vista. Sus ojos iban desde Júpiter hasta mis ojos; dos rocas varadas, dos agujeros, dos meteoros que chocaron por equivocación con un planeta enorme sin medir las consecuencias.

—Es para usted —mascullé. Agarré la maqueta por los bordes y se la acerqué, arrastrándola por el banco. La plataforma donde había armado todo era tan suave que casi ni se escuchó que la maqueta rozara la superficie de su banco. El licenciado finalmente la observó, tocándola sin pedir permiso, pues sabía bien que desde el minuto uno en donde compré las esferas, aquello ya le pertenecía, como todo lo referente al universo.

Sabía poco acerca de cómo pintar las franjas rojas, o las grandes tormentas. Dudé en si escogí el tamaño correcto, pero no importaba. Algo me decía que él no estaba analizándola para encontrar algún error, sino que estaba admirándola, quizá descubriéndome mediante mi obra, o descubriéndose a sí mismo mediante mis ojos. Así era amar algo lejano y tenerlo ahí, donde podía alzar la mano y rozar una piel muy fría. El viento me traía su perfume a hombre hecho para permanecer en la quietud de un cielo negro.

—Elara... —murmuró. Su voz era mucho más suave. Seguía conservando su profundidad, pero la sentía mucho más plana—. Me acabas de dejar sin palabras. Esto es... impresionante. Lamento no poder decirte mucho, pero veo esto y no puedo evitar pensar en mi madre.

—¿Su madre?

El licenciado asintió sin mirarme. Arrastraba sus dedos por los satélites galileanos. Al pasar por encima de la mancha roja descubrí que, por casualidad, era del tamaño de su pulgar.

—Mamá me regaló una maqueta de Júpiter cuando cumplí los trece años. Por supuesto que no tenía todos estos satélites, pero era parecido a un gran globo terráqueo. Fue la primera maqueta tridimensional que tuve —me contó. Le vi evocando en su infancia, en su versión más cruda. Y eso enamoraba hasta a lo que no poseía vida. Surgió en mí la necesidad de declararlo todo, de fragmentarme en un millón de pedazos y convertirme en su propio cinturón de asteroides. Toda la clase de cosas que una Luna haría queriendo ser vista por el Sol más grande—. Sigue en casa, intacta. Con el tiempo la pintura roja se volvió algo amarillenta.

𝐉𝐔𝐏𝐈𝐓𝐄𝐑 𝐃𝐄 𝐌𝐈𝐄𝐋 | 𝗮𝗸𝗶 𝗵𝗮𝘆𝗮𝗸𝗮𝘄𝗮Where stories live. Discover now