• 23: Lo tangible y la sombra •

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No había manta que lograra templar el frío de su alma. El fuego de la hoguera apenas lo entibiaba; en esa misma había quemado las esperanzas, los dulces y fervientes sentimientos que alguna vez fueron cotidianos.

Una breve música se escapó de su celular: le había llegado un nuevo mensaje de Nuria Avellaneda. La casi nula fuerza y ánimo le imposibilitaban responder, entonces se limitó a leer. Su colega quería saber si tenía interés en salir esa noche. A Hernán le agradaba la profesora, de eso no había duda. Eran buenos amigos desde hacía mucho tiempo, pero ese año había comenzado a surgir algo más, un atisbo de nuevo romance se abría paso. Aun así, la dificultad de él para involucrarse y comprometerse otra vez en una relación afectiva era un obstáculo.

El placer que experimentaba al servir whisky era fenomenal. Este destilado de cebada se trataba del trago favorito del docente de Historia, lo degustaba en el sillón de la sala de estar con música suave a media luz. Tomaba el vaso old fashioned, ya con algunos hielos en el fondo, y vertía la bebida espirituosa. El color ambarino lo hipnotizaba y el folklore uruguayo de fondo era todo lo que necesitaba. Tan cautivado se hallaba con su trago y el ambiente creado que olvidó completamente el mensaje de Nuria.

Le echó un vistazo a su salón, y como en la novela El pozo, se le ocurrió observarlo cual si fuese la primera vez. Era pequeño, más pequeño que el de su hermano, y más desordenado. Sobresalían los libros, las carpetas y cuadernos, los CD y vinilos. Un sillón marrón, algo viejo y desaliñado, y una butaca en el mismo estado frente a una mesa ratona. Una televisión de tamaño mediano perdida entre la gran y caótica biblioteca. No era una casa muy luminosa, mas eso para Hernán no resultaba ser un problema. Las luces débiles eran perfectas para su gusto, suscitaban ese clima de misterio y profundidad que tanto le agradaba.

Así, de improviso, una imagen se apoderó de su cabeza. Se encontraba jugando en la vereda con sus hermanos, en los tiempos de la dulce infancia. Algunos adoquines rotos y mojados, la pelota embarrada, los perros descansando al sol. Los viejos en la cocina, escuchando la radio: Mariana tomando mate y Juan Carlos fumando un pucho. ¡Qué abrazadora era la nostalgia! Cuánta ambivalencia; cuántas sonrisas por la dicha vivida, mas cuántas lágrimas por dejar en evidencia que del mundo de los adultos Hernán ya no podría regresar. Qué palpable se hacía la niñez, la aurora de la vida, cuando por su mente atravesaban las memorias.

Un entusiasmo curioso se acercó a él, y a raíz de su remembranza, tuvo intenciones de verlos, de reunirse con Sebastián, Araceli y sus respectivas parejas; además de sus padres, Mariana y Juan Carlos. Pero no tenía voluntad, en todo el día no la había tenido, y fue por eso que acordaron reunirse en otro momento. No obstante, a quien debía contestarle era a la profesora de Historia.

—Hola, Atlas —saludó a su gato azabache, su fiel compañero. Se había colocado en el brazo del sillón, exigiendo cariños. El varón lo observó, contemplando fijamente las gemas jade de sus ojos, y enterneció el aspecto—. ¿Debería salir con Nuria? No me haría mal despejarme y pasar un buen rato, pero es tan difícil a veces...

Se decidió por pedirle que, en lugar de salir, concurriera a su hogar. Nuria accedió sin inconvenientes y Hernán se dispuso a hacer algo para cenar. De haber sido un día normal, habría optado por sobras del almuerzo, a lo sumo algún producto congelado para colocar en el horno, mas esa noche debía cocinar. Se encaminó a la cocina y se enfrentó con la vajilla acumulada en la pileta, esperando pacientemente a ser lavada. Supo que, por la visita, debía hacerlo.

¿Qué iba a elaborar? Un paquete de pasta podía servir, y la receta de salsa de tomate de su madre, aunque jamás lograra imitarla, nunca fallaba. Hacía tanto que no preparaba algo por su cuenta...

Cenizas al caféWhere stories live. Discover now