Siete

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El día había sido agotador, a tal punto que mientras subía al auto al final de la jornada, mamá me recriminaba por no haber respondido a ninguna de sus llamadas. Estaba furiosa, pero sobre todo, impaciente por saber de Sebastián y la fecha en que por fin podría verlo. Fue difícil explicarle que Basti necesitaba tiempo, pero tras hablar, hablar y hablar, logré prometerle que lo llevaría a casa en cuanto se sintiera mejor, lo que con suerte sería en una o dos semanas. Mamá ya no podía con la emoción que volver a verlo le provocaba, y su actitud llenaba mi pecho de una cálida alegría.

Llegué a la clínica tan rápido como pude y quise ignorar el sentimiento mientras me arreglaba en el espejo del auto para bajar, pero era imposible no recordar nuestras primeras citas, o la urgencia por lucir bien cada mañana que despertaba a su lado, como si no hubiésemos pasado la mitad de nuestras noches juntos. Los recuerdos me hicieron sonreír, y con ese dulce estado anímico me acerqué a la recepcionista, quien cambió su mecánica y cordial expresión a lástima una vez que entendió lo que ocurría. No insistí, porque el que Basti escapara de la clínica era una probabilidad cien por ciento real. Sin embargo, no iba a dejarlo huir así como así.

En silencio conduje hasta su casa una vez más, haciendo una parada en el camino solo para comprar su tratamiento y luego esperar en su puerta, tal vez demasiado tiempo pues Amada, en algún momento de la tarde, se acercó hasta mí a través del jardín contiguo.

—No se rinde —dijo.

Era fácil adivinar que le divertía tenerme ahí, de pie esperando por un hombre que al parecer no deseaba tener nada que ver conmigo. Le sonreí, quería intentar ser amable, pero creo que mis sensaciones de cansancio y fracaso eran demasiado notorias.

—¿Viene a revisarlo? —insistió, y no me enorgullece confesar, pero como todo indicaba que su preocupación era honesta y la relación entre ellos de confianza, lo delaté.

—Tenía que estar hospitalizado con reposo por cinco días, con la supervisión de un médico. ¿Sabes qué hizo? ¡Se escapó!

Amada entrecerró los ojos y me miró de arriba abajo antes de preguntar.

—¿Cómo dijo usted que se llamaba?

—Ismael —respondí.

La mujer salió de su jardín, entró al de Sebastián y palmeando mi espalda abrió la puerta de su vecino para dejarme entrar, mientras el gato se desperezaba en una silla para maullarle con dulzura.

—Espéralo aquí, y cuando entre, obligue a ese niño a continuar el tratamiento. Dígale que si no lo hace, le diré el nombre de su gato.

Lo dijo con absoluta solemnidad, por lo que tomé asiento prometiendo que haría lo que ordenaba, por más difícil que resultara. Amada salió de allí a paso lento, dándome una última sonrisa antes de cerrar la puerta y dejarme solo en un lugar que gritaba Basti desde cada rincón.

Era incómodo pero agradable.

Me sentía intruso, por supuesto, pero también tenía esa esperanza ridícula al verme dentro de ese pequeño y acogedor hogar que Basti había formado sin mí. Era extraño, pues yo también había construido un hogar sin él, pero ahora volvía a parecer incorrecto que nuestras vidas no hubiesen continuado juntas, que Basti no fuera parte de mis días, y que yo no supiera nada de él porque en algún punto, había dejado de ser importante.

Como si leyera mis pensamientos, el gato se paseó por mis piernas y subió hasta la mitad de la escalera, esperando a que su humano volviera a casa para sentirse completo, al igual que yo.

Los minutos corrieron, batallé contra el deseo de recorrer su hogar para entenderlo mejor, y justo cuando el sueño amenazaba con vencerme, las llaves de su hogar tintinearon tras la puerta mientras un Sebastián de rostro cansado se abría paso sin saber que una vez que levantara la vista me encontraría allí, replanteando mi existencia y mi decisión de acatar las órdenes de una abuelita entrometida.

Fuimos todoWhere stories live. Discover now